Nunca Imaginé Que Caería Tan Bajo Después de Nuestro Divorcio

—¿De verdad crees que así vamos a salir adelante, Mauricio? —me gritó Lucía, su voz temblando entre rabia y cansancio. El eco de sus palabras rebotó en las paredes desnudas de nuestro pequeño departamento en la colonia Narvarte, en Ciudad de México. Yo estaba sentado en la mesa, con la cabeza entre las manos, mirando los recibos de la luz y el gas que no sabía cómo íbamos a pagar.

Nunca imaginé que mi vida llegaría a este punto. Cuando Lucía y yo nos conocimos en la universidad, soñábamos con cambiar el mundo desde un salón de clases. Éramos jóvenes, idealistas, y creíamos que el amor podía con todo. Nos casamos apenas terminamos la carrera de pedagogía y alquilamos ese departamento diminuto, convencidos de que pronto podríamos mudarnos a algo mejor. Pero los años pasaron y nada cambió: los sueldos de maestros apenas alcanzaban para sobrevivir.

La rutina nos fue desgastando. Lucía empezó a dar clases particulares por las tardes para completar el gasto; yo aceptaba horas extras en una secundaria pública donde los alumnos llegaban hambrientos y sin ganas de aprender. Las discusiones se volvieron parte del día a día: por el dinero, por el cansancio, por la frustración de ver que nuestros sueños se desmoronaban.

Una noche, después de una pelea especialmente amarga, Lucía me miró con los ojos llenos de lágrimas y me dijo:

—Ya no puedo más, Mauricio. No quiero esta vida para mí.

No supe qué responderle. Me quedé callado, sintiendo cómo algo dentro de mí se rompía. Al mes siguiente, ella se fue a vivir con su hermana en Coyoacán. El silencio que dejó en el departamento era tan pesado que a veces me costaba respirar.

El divorcio fue rápido, casi burocrático. No teníamos hijos ni propiedades que repartir, solo recuerdos y promesas rotas. Mis padres me ofrecieron regresar a vivir con ellos en Puebla, pero me negué. Sentía que volver sería aceptar mi derrota.

Los meses siguientes fueron un descenso lento pero seguro al abismo. Dejé de comer bien; a veces solo tenía para unos tacos de canasta o un bolillo con café. Las cuentas se acumulaban en la mesa, junto con las cartas del casero exigiendo el pago atrasado. Mis amigos dejaron de llamarme; supongo que no sabían qué decirme o simplemente no querían lidiar con mi tristeza.

Una tarde lluviosa, mientras caminaba por Insurgentes buscando trabajo extra como repartidor, me encontré con Lucía en una cafetería. Estaba acompañada de un hombre mayor, elegante, que le sonreía como si nada malo pudiera pasarles nunca. Ella me vio y bajó la mirada. Sentí una punzada en el pecho, una mezcla de celos y vergüenza.

Esa noche lloré como no lo hacía desde niño. Me pregunté en qué momento todo se había ido al carajo. ¿Fue culpa mía? ¿Pude haber hecho algo diferente? La soledad era un monstruo que me devoraba poco a poco.

Un día recibí una llamada de mi madre:

—Mauricio, tu papá está enfermo. ¿Por qué no vienes unos días?

No tenía nada que perder, así que tomé el autobús a Puebla. Ver a mi padre tan débil me hizo darme cuenta de lo mucho que había descuidado a mi familia por estar encerrado en mi dolor. Mi madre me abrazó fuerte y me dijo al oído:

—La vida sigue, hijo. No te puedes quedar tirado para siempre.

Poco a poco empecé a ayudar en casa: llevaba a mi papá al doctor, cocinaba para mis padres, arreglaba cosas que llevaban años descompuestas. Sentí una paz extraña al volver a ser útil para alguien.

Un domingo, mientras barría el patio, mi vecino Don Ernesto se acercó y me preguntó si podía ayudarle a dar clases de regularización a unos niños del barrio. Acepté sin pensarlo mucho; necesitaba distraerme y ganar algo de dinero.

Los niños eran traviesos pero agradecidos. Sus padres me pagaban con lo poco que podían: tortillas recién hechas, un kilo de frijol o una bolsa de naranjas del mercado. Al principio sentí que era una humillación, pero luego entendí que era su manera honesta de agradecerme.

Con el tiempo, empecé a sentirme mejor. Volví a sonreír cuando veía a los niños aprender algo nuevo o cuando mi madre me contaba chismes del vecindario. Incluso retomé contacto con algunos amigos de la universidad; uno de ellos me invitó a participar en un proyecto educativo para comunidades rurales.

Un día recibí un mensaje inesperado de Lucía:

—¿Podemos hablar?

Nos vimos en un parque cerca del centro histórico de Puebla. Ella estaba diferente: más tranquila, menos tensa. Me contó que había conseguido un mejor trabajo y que estaba saliendo adelante. Me pidió perdón por cómo terminaron las cosas.

—Yo también fallé —le dije—. No supe pedir ayuda cuando más lo necesitábamos.

Nos despedimos con un abrazo largo y sincero. Sentí que por fin podía cerrar ese capítulo doloroso de mi vida.

Hoy sigo viviendo con mis padres mientras ahorro para volver a independizarme. Sigo dando clases particulares y participando en proyectos sociales. No tengo mucho dinero ni una pareja estable, pero he aprendido a valorar las pequeñas cosas: una comida caliente, una tarde tranquila en familia, la risa de un niño al resolver un problema difícil.

A veces me pregunto si algún día podré volver a enamorarme sin miedo al fracaso. ¿Será posible reconstruirse después de perderlo todo? ¿Cuántos más estarán luchando en silencio como yo lo hice? Ojalá mi historia sirva para recordarles que siempre hay esperanza, aunque cueste verla entre tanta oscuridad.