Sin hijos, pero llena de vida: La historia de Carmen Valverde

—¿Y tus hijos, Carmen? —me pregunta doña Lupita, con esa voz que mezcla curiosidad y lástima, mientras me sirve café en la cocina de su casa, donde el olor a pan recién horneado se mezcla con el de la tierra mojada. Afuera, la lluvia golpea el tejado de lámina y los perros ladran a lo lejos. Yo miro el vapor que se eleva de mi taza y respiro hondo antes de responder.

—Nunca tuve hijos, Lupita. Fue una decisión mía —le digo, con una sonrisa tranquila, aunque por dentro siento el peso de todas las veces que he tenido que explicar lo mismo.

Ella asiente, pero sus ojos me recorren como si buscara alguna grieta en mi serenidad. Sé lo que piensa. Aquí, en San Miguel del Río, un pueblo perdido entre montañas y cañaverales en Veracruz, las mujeres como yo somos raras. Aquí la vida se mide en bodas, bautizos y cumpleaños infantiles. Aquí las mujeres son madres antes de los veinticinco y abuelas antes de los cincuenta.

Pero yo no. Yo elegí otro camino.

Recuerdo la primera vez que lo dije en voz alta. Tenía veintitrés años y mi madre, doña Rosario, me miró como si acabara de confesar un crimen.

—¿Cómo que no quieres hijos? ¿Y quién te va a cuidar cuando seas vieja? —me gritó, mientras mi padre golpeaba la mesa con el puño.

—¡Eso no es natural! —dijo él—. Las mujeres nacen para ser madres.

Yo solo bajé la mirada y apreté los labios. No tenía palabras para explicar lo que sentía. Solo sabía que no quería esa vida para mí. No quería repetir la historia de mi madre, cansada y resignada, ni la de mis tías, siempre preocupadas por los hijos que se iban o los maridos que no volvían.

Los años pasaron y la presión aumentó. Mis amigas se casaban una tras otra. Yo fui dama de honor tantas veces que perdí la cuenta. Cada boda era una pregunta disfrazada de broma:

—¿Y tú para cuándo, Carmen?

A veces reía. A veces fingía que no escuchaba. Pero por dentro sentía una mezcla de rabia y tristeza. ¿Por qué nadie podía entender que mi felicidad no dependía de un esposo ni de un hijo?

A los treinta conocí a Ernesto. Era maestro en la secundaria del pueblo vecino. Tenía una sonrisa tímida y unos ojos llenos de sueños. Nos enamoramos rápido, como si el tiempo nos persiguiera. Pero cuando le conté mi decisión, supe que todo cambiaría.

—¿De verdad nunca vas a querer hijos? —me preguntó una noche, bajo el cielo estrellado del campo.

—No, Ernesto. No quiero hijos —le respondí, con el corazón encogido.

Él guardó silencio largo rato. Luego me abrazó fuerte y me dijo al oído:

—Te amo, Carmen. Pero yo sí quiero ser papá algún día.

Nos separamos poco después. Lloré semanas enteras. Pensé que tal vez estaba equivocada, que tal vez debía ceder. Pero algo dentro de mí gritaba que no traicionara mis deseos.

La soledad fue mi compañera durante muchos años. Aprendí a disfrutarla. Me hice maestra en la primaria del pueblo y dediqué mi vida a enseñar a leer y escribir a generaciones de niños y niñas. Algunos me decían “mamá Carmen”, aunque yo siempre aclaraba con cariño:

—No soy su mamá, pero los quiero mucho.

Mi madre nunca aceptó mi decisión del todo. En cada Navidad, entre brindis y risas forzadas, lanzaba indirectas:

—Si tuvieras hijos, esta casa estaría llena de nietos…

Mi hermano menor, Julián, sí tuvo familia. Tres hijos revoltosos que llenaban la casa de gritos y juguetes rotos. Yo los cuidaba a veces, les contaba historias y les enseñaba a hacer pan dulce. Pero al final del día volvía a mi casa silenciosa y sentía paz.

Con los años aprendí a ignorar las miradas y los comentarios. Aprendí a disfrutar mis tardes leyendo en el patio o viajando sola a la ciudad para ver exposiciones o conciertos. Aprendí a cuidar mi jardín y a celebrar mis propios logros: un libro leído, una receta nueva, una amistad recuperada.

Pero también hubo momentos duros. Cuando enfermó mi madre y todos esperaban que yo la cuidara por ser “la hija sin hijos”. Cuando me operaron del corazón y pasé noches enteras sola en el hospital, escuchando los susurros de las enfermeras:

—Pobrecita doña Carmen… tan sola.

No estaba sola. Tenía amigos, tenía exalumnos que venían a visitarme con flores o pan dulce hecho por ellos mismos. Tenía vecinos que me invitaban café y me contaban sus penas. Tenía mi libertad.

Hoy tengo setenta años y camino despacio por las calles empedradas del pueblo. La gente me saluda con respeto y cariño. Algunos todavía preguntan por qué nunca tuve hijos. Yo sonrío y les digo:

—Así lo quise yo.

Esta mañana fui al centro de salud para un chequeo rutinario. Mientras esperaba mi turno, una mujer joven se sentó a mi lado. Llevaba un bebé dormido en brazos y ojeras profundas bajo los ojos.

—¿Usted tiene hijos? —me preguntó con voz cansada.

—No —le respondí—. Pero tengo una vida llena de historias.

Ella sonrió débilmente y bajó la mirada al bebé.

—A veces quisiera tener su libertad —susurró.

La miré largo rato antes de decirle:

—Cada camino tiene su precio, hija. Lo importante es elegirlo con el corazón.

Al salir del consultorio sentí una paz profunda. No me arrepiento de nada. He amado, he llorado, he reído y he vivido a mi manera.

A veces me pregunto si la sociedad algún día dejará de medirnos por los hijos que tenemos o dejamos de tener… ¿Cuándo aprenderemos a respetar los caminos ajenos sin juzgar? ¿Y tú? ¿Te has sentido alguna vez presionado por las expectativas de los demás?