Entre el trabajo y la soledad: la historia de Carmen
—¡Mamá, por favor! Solo te pido que los cuides unas horas mientras voy al trabajo —le supliqué a mi madre, con la voz quebrada y los ojos hinchados de tanto llorar.
Ella me miró desde la puerta de su casa, en el barrio de San Juan de Lurigancho, con esa dureza que siempre me ha dolido más que cualquier golpe. —Carmen, ya crié a mis hijos. Ahora me toca descansar. No es mi responsabilidad —me respondió, cerrando la puerta con un golpe seco que retumbó en mi pecho.
Me quedé parada en la vereda, con mis tres hijos agarrados a mi falda. El más pequeño, Matías, apenas tenía dos años y ya conocía el sabor amargo del rechazo. Sentí una rabia sorda mezclada con una tristeza infinita. ¿Cómo podía mi propia madre darme la espalda en el momento más difícil de mi vida?
Mi esposo, Luis, murió hace un año en un accidente de moto cuando iba camino al trabajo. Desde entonces, todo cambió. Yo era ama de casa y él traía el pan a la mesa. De pronto, tuve que buscar trabajo como vendedora ambulante en el mercado, dejar a mis hijos solos o al cuidado de alguna vecina que me hacía el favor por unas monedas. Pero no siempre podía pagarles y no siempre estaban disponibles.
Las noches se volvieron eternas. Me acostaba con el corazón apretado, pensando si mañana tendría suficiente para el arroz y los huevos, si los niños estarían bien mientras yo vendía frutas bajo el sol inclemente. A veces, Matías lloraba toda la noche pidiendo a su papá. Yo lo abrazaba fuerte, intentando contener mis propias lágrimas para no asustarlo más.
Una tarde, después de una jornada agotadora en el mercado, encontré a mi hija mayor, Lucía, llorando en la escalera del edificio. —Mamá, la abuela vino y dijo que no quiere vernos porque hacemos mucho ruido —me confesó entre sollozos. Sentí que el mundo se me venía encima. ¿Cómo podía mi madre rechazar también a sus nietos?
Intenté hablar con ella varias veces. Le llevé pan dulce, le pedí perdón por cosas que ni siquiera sabía si había hecho mal. Pero ella seguía igual: fría, distante, encerrada en su propio dolor o resentimiento. Mis hermanos tampoco me ayudaban; cada uno tenía su vida y sus problemas.
Un día, mientras vendía plátanos en el mercado, una señora llamada Doña Rosa se me acercó. —Carmen, te veo siempre luchando sola. ¿Por qué no hablas con la parroquia? A veces ayudan a madres como tú —me sugirió con amabilidad.
Me costó aceptar ayuda, pero la desesperación era más fuerte que el orgullo. Fui a la iglesia y hablé con el padre Javier. Me consiguió una canasta de víveres y me puso en contacto con otras madres solteras del barrio. Por primera vez en mucho tiempo sentí que no estaba sola.
Sin embargo, la herida con mi madre seguía abierta. Cada vez que veía a otras abuelas jugando con sus nietos en el parque sentía una punzada en el pecho. Mis hijos preguntaban por qué su abuela no los quería ver y yo no sabía qué responderles sin romperme por dentro.
Una noche, después de acostar a los niños, me senté en la cama y escribí una carta a mi madre. Le conté todo lo que sentía: mi dolor, mi cansancio, mi miedo a no poder darles lo que necesitan a mis hijos. Le pedí que me explicara por qué me rechazaba así. Nunca tuve valor de entregarle esa carta; la guardé en una caja junto con las fotos viejas de cuando éramos una familia unida.
El tiempo pasó y aprendí a sobrevivir sin su ayuda. Mis hijos crecieron fuertes y solidarios; Lucía empezó a cuidar de sus hermanos mientras yo trabajaba. A veces sentía culpa por robarles la infancia, pero no tenía otra opción.
Un día cualquiera, mientras preparaba arroz con lentejas para la cena, escuché un golpe en la puerta. Era mi madre. Se veía más vieja y cansada que nunca. —Carmen… ¿puedo pasar? —me preguntó con voz temblorosa.
No supe qué decirle. El resentimiento y el amor se mezclaron en mi pecho como un torbellino. La dejé entrar y se sentó en la mesa junto a Lucía y Matías. Nadie habló durante un largo rato.
—He estado pensando mucho —dijo al fin—. No supe cómo ayudarte cuando más lo necesitabas. Me sentí sobrepasada… y tuve miedo de volver a sufrir —confesó entre lágrimas.
Yo también lloré. Lloramos juntas por todo lo perdido y lo no dicho. No fue un perdón inmediato ni total; las heridas profundas tardan en sanar. Pero esa noche cenamos juntas como hacía años no lo hacíamos.
Hoy sigo luchando cada día por mis hijos. Mi madre viene de vez en cuando; juega con los niños y me ayuda cuando puede. No es perfecto, pero es un comienzo.
A veces me pregunto: ¿cuántas madres como yo viven esta soledad silenciosa? ¿Cuántas abuelas se alejan por miedo o dolor? ¿Vale la pena dejarse vencer por el orgullo cuando hay tanto amor por reconstruir?
¿Ustedes qué harían si estuvieran en mi lugar? ¿Perdonarían o seguirían adelante solas?