“No quiero vivir aquí” – Cuando mi suegra destruyó nuestra paz
—¡No quiero vivir aquí!— grité, con la voz quebrada, mientras veía a Julián cargar la última caja al camión de mudanza. Mi suegra, doña Carmen, me miró con esa sonrisa fría que siempre me hacía sentir pequeña. —Ay, Valeria, no seas dramática. Es lo mejor para todos— dijo, como si mi opinión fuera un capricho más.
Ese día, bajo el cielo gris de Bogotá, sentí que mi vida se partía en dos. Habíamos vivido cinco años en un pequeño apartamento en Chapinero. No era lujoso, pero era nuestro refugio. Julián y yo nos conocimos en la universidad Nacional, soñábamos con viajar, con tener hijos y construir algo juntos. Pero desde que doña Carmen se quedó viuda y empezó a visitarnos cada fin de semana, todo cambió.
Al principio pensé que era normal: Julián era su único hijo y ella estaba sola. Pero pronto sus visitas se volvieron órdenes disfrazadas de consejos: “Ese barrio es peligroso”, “¿Por qué no buscan algo más grande?”, “Valeria, deberías aprender a cocinar ajiaco como lo hacía mi mamá”. Yo sonreía y aguantaba, por Julián. Pero cuando doña Carmen encontró una casa en las afueras de la ciudad y convenció a Julián de comprarla sin preguntarme, sentí que me arrancaban las raíces.
La casa era grande, sí, pero fría y lejana. Cada mañana me despertaba con el canto de los gallos y el silencio de Julián. Ya no había cafés improvisados en la esquina ni risas con los vecinos. Todo era distancia: del trabajo, de mis amigas, de mi propia vida. Y lo peor: doña Carmen decidió mudarse con nosotros “por un tiempo”, porque “la casa era muy grande para solo dos”.
Las peleas empezaron la primera semana. —¿Por qué no le dices nada?— le reclamé a Julián una noche, mientras escuchábamos los pasos de su madre en el pasillo. —Es mi mamá… está sola— murmuró él, sin mirarme a los ojos. Yo sentía que me ahogaba. Doña Carmen criticaba mi forma de limpiar, de vestir, hasta la manera en que hablaba por teléfono con mi hermana. Una tarde la escuché decirle a Julián: “Valeria nunca va a ser como tú necesitas”.
Me sentía invisible en mi propia casa. Empecé a llegar tarde del trabajo solo para evitarla. Julián se encerraba en su estudio y yo lloraba en silencio en el baño. Mis amigas dejaron de invitarme porque siempre tenía una excusa: “No puedo salir, tengo que cuidar la casa”. Mi madre me llamaba preocupada: —Hija, ¿estás bien?— pero yo solo respondía: —Sí, mamá, todo está bien— mientras apretaba los dientes para no romperme.
Un domingo, durante el almuerzo familiar, doña Carmen soltó: —Julián, deberías pensar en buscar otro trabajo. Valeria no va a poder con todo si tienen un hijo—. Sentí la mirada de Julián sobre mí, buscando apoyo. Pero yo solo podía pensar en cómo mi vida se había convertido en una jaula dorada.
Esa noche exploté. —¿Por qué permites que tu mamá decida todo por nosotros? ¿Acaso yo no importo?— Julián guardó silencio largo rato antes de responder: —No sé qué hacer… ella solo quiere ayudarnos—. Su voz sonaba cansada, derrotada.
Empecé a soñar con escapar. Pensé en pedirle a mi jefe un traslado a Medellín o incluso volver a casa de mis padres en Bucaramanga. Pero cada vez que lo mencionaba, Julián me pedía paciencia: —Solo es cuestión de tiempo… cuando mamá se sienta mejor, se irá—. Pero los meses pasaban y nada cambiaba.
Una noche escuché a doña Carmen hablando por teléfono: —Aquí mando yo. Valeria no tiene carácter para esta familia—. Algo dentro de mí se rompió. Al día siguiente enfrenté a Julián: —O tu mamá o yo— le dije, temblando de miedo y rabia.
Él me miró como si no me reconociera. —No puedo dejarla sola… pero tampoco quiero perderte— susurró.
Esa noche dormí en el sofá. Al amanecer hice mi maleta y salí sin mirar atrás. Caminé bajo la lluvia hasta la estación de TransMilenio y lloré como una niña perdida.
Ahora escribo esto desde el cuarto de mi infancia en Bucaramanga. Julián me llama todos los días, pero no sé si quiero volver. Siento que perdí algo más que una casa; perdí la confianza en quien más amaba.
¿Vale la pena sacrificar tu felicidad por complacer a otros? ¿Cuántas mujeres han callado sus sueños por miedo a ser llamadas egoístas? ¿Y si nunca recupero lo que perdí?