Cuando la sangre duele: Crónica desde la cama 32

—¿Lucía? ¿Ya llegó mi hermana? —pregunto con voz temblorosa a la enfermera, mientras el suero gotea lento y el reloj de la pared parece burlarse de mi espera.

La enfermera, una joven de acento costeño, apenas me mira. —No ha venido nadie por usted, don Ernesto. ¿Quiere que le marque otra vez?

Asiento, aunque sé que es inútil. El celular vibra en la mesita, pero no hay mensajes nuevos. Afuera, el bullicio del hospital de la Ciudad de México contrasta con el silencio que me rodea. Me siento más solo que nunca, débil tras el derrame cerebral que me dejó medio cuerpo dormido y la mente llena de remordimientos.

Recuerdo la última vez que vi a Lucía. Fue hace tres años, en el velorio de mamá. Nos gritamos cosas horribles. Ella me acusó de haberle robado la casa, de haberme aprovechado cuando papá murió y yo era el mayor. Yo le grité que era una malagradecida, que nunca estuvo cuando más la necesitábamos. Desde entonces, solo mensajes cortos en Navidad y cumpleaños, siempre fríos, siempre obligados.

—¿Por qué no viene? —susurro al techo blanco—. ¿Tan poco valgo para ella?

La enfermera regresa con una bandeja de comida insípida. —¿No tiene a nadie más? ¿Algún hijo?

Me trago la vergüenza junto con el arroz frío. —Mi hija vive en Monterrey. Hace años que no hablamos. Mi esposa… bueno, nos separamos hace mucho.

La enfermera me mira con lástima. —A veces la familia no es la sangre, don Ernesto.

Cierro los ojos y dejo que los recuerdos me arrastren. Veo a Lucía y a mí jugando en el patio de la casa vieja en Veracruz, corriendo entre gallinas y mangos caídos. Éramos inseparables. Pero todo cambió cuando papá enfermó y yo tuve que dejar la universidad para trabajar en el taller mecánico. Lucía siguió estudiando gracias a mi esfuerzo, pero nunca lo reconoció. Cuando papá murió, mamá se volvió dependiente de mí y Lucía se fue a vivir con su novio a Puebla.

—Tú siempre te creíste el salvador —me gritó Lucía aquella noche del velorio—. Pero solo piensas en ti.

—¿Y tú? ¿Cuándo ayudaste tú? —le respondí—. Solo sabes pedir y reclamar.

Las palabras siguen doliendo como puñaladas frescas.

El doctor entra a revisar mis signos vitales. —¿Cómo se siente hoy, don Ernesto?

—Solo —respondo sin pensar.

El doctor suspira. —La soledad es mala consejera. ¿Quiere que hablemos con trabajo social? Quizá puedan ayudarle a contactar a su familia.

—No quiero caridad —digo con amargura—. Solo quiero saber por qué mi hermana no viene.

Esa noche, mientras la ciudad duerme y las ambulancias aúllan a lo lejos, decido marcarle una vez más a Lucía. El tono suena eternamente hasta que salta el buzón de voz.

—Lucía… soy yo. Estoy en el hospital General, cama 32. Me dio un derrame cerebral. No sé si te importa, pero… me gustaría verte. Perdón por todo lo que pasó.

Cuelgo y lloro como un niño. Me duele más el abandono que la enfermedad.

Al día siguiente, despierto con la esperanza tonta de verla entrar por la puerta. Pero solo llega un hombre mayor buscando a su esposa en otra cama y una señora vendiendo gelatinas por los pasillos.

Recibo un mensaje: «No puedo ir, Ernesto. Tengo trabajo y mis hijos están enfermos. Cuídate».

Leo y releo esas palabras hasta que se borran en mis lágrimas. ¿De verdad no puede venir? ¿O simplemente no quiere?

Pienso en todas las veces que yo tampoco estuve para ella: cuando perdió su primer embarazo, cuando se divorció del infiel ese que todos odiábamos, cuando mamá enfermó de Alzheimer y yo preferí internarla para no lidiar con el dolor.

Quizá ambos tenemos razones para odiarnos y para extrañarnos.

La enfermera me encuentra mirando por la ventana.

—¿Sabe qué haría yo? —me dice—. Le escribiría una carta a su hermana. A veces lo escrito pesa más que lo dicho al calor del enojo.

Esa tarde, con mano temblorosa, escribo:

«Lucía,
Sé que he cometido errores y que te fallé muchas veces. Pero también sé que te extraño y que me duele estar solo aquí, pensando en todo lo que perdimos por orgullo. Si alguna vez puedes perdonarme o al menos hablar conmigo antes de que sea tarde, aquí estaré esperándote.
Tu hermano,
Ernesto»

Le pido a la enfermera que le tome una foto y se la mande por WhatsApp.

Los días pasan lentos. Nadie viene por mí. El hospital se llena de historias parecidas: abuelas olvidadas, hijos ocupados, hermanos peleados por herencias o viejos rencores.

Un día antes del alta médica, recibo un mensaje de voz:

«Ernesto… No sé si pueda ir todavía, pero leí tu carta muchas veces. Yo también extraño aquellos días en Veracruz cuando éramos niños y nada nos separaba. Perdóname tú también».

Lloro otra vez, pero esta vez es distinto: hay alivio entre las lágrimas.

Cuando salgo del hospital en silla de ruedas, solo me espera la enfermera para despedirme.

Pero llevo conmigo algo más valioso: la esperanza de que quizá algún día Lucía y yo podamos sentarnos a hablar sin gritos ni reproches, solo como dos hermanos cansados de pelear contra el pasado.

Me pregunto: ¿Cuántos de nosotros dejamos que el orgullo nos robe lo poco que nos queda? ¿Será posible sanar las heridas cuando ya casi no queda tiempo?