Entre el amor y la culpa: La historia de Mariana

—¡No puedes hacerme esto, mamá! —gritó Camila, mi hija mayor, con los ojos llenos de lágrimas y rabia.

Sentí cómo el corazón se me encogía. Estaba parada en medio de la cocina, con las manos temblorosas, mientras el olor a café recién hecho se mezclaba con el aire denso de la discusión. Afuera, el sol del mediodía caía sobre las calles polvorientas de nuestro barrio en Guadalajara, pero dentro de casa todo era sombra.

—No estoy haciéndote nada, hija —le respondí, tratando de mantener la voz firme—. Solo quiero… solo quiero una oportunidad para ser feliz otra vez.

Camila negó con la cabeza, apretando los labios. Tenía 22 años y siempre había sido fuerte, decidida, pero ahora parecía una niña herida. A su lado, Emiliano, mi hijo menor, apenas me miraba. Tenía 17 años y desde la muerte de su papá se había vuelto más callado, más distante.

Hace un año que perdí a Javier. Veintitrés años juntos, desde que éramos unos chamacos en la prepa. Él era mi compañero, mi amigo, el padre de mis hijos y mi refugio. Un infarto fulminante se lo llevó una mañana cualquiera, mientras arreglaba el jardín. Desde entonces, la casa se llenó de silencios y ausencias.

Al principio pensé que nunca volvería a sentir algo parecido al amor. Me dediqué a mis hijos, a mi trabajo como maestra en la primaria del barrio, a sobrevivir día tras día. Pero la soledad es un animal hambriento que te va devorando poco a poco.

Fue entonces cuando conocí a Ricardo. Un papá de uno de mis alumnos, viudo también. Empezamos a hablar en las juntas escolares, luego en el mercado, después en largas caminatas por el parque. Con él volví a reír, a sentirme viva. No fue fácil aceptar que podía enamorarme otra vez; sentía que traicionaba la memoria de Javier.

Cuando les conté a mis hijos que quería rehacer mi vida con Ricardo, todo se vino abajo.

—¿Y papá? ¿Ya lo olvidaste? —me reclamó Emiliano una noche, con la voz quebrada.

—Nunca podría olvidarlo —le respondí—. Pero él no querría verme sola y triste toda la vida.

—¡Eso no lo sabes! —gritó Camila—. ¡No tienes derecho a reemplazarlo!

Me encerré en mi cuarto esa noche y lloré hasta quedarme dormida. ¿Era egoísta por querer ser feliz? ¿Estaba traicionando a mis hijos? ¿A Javier?

Los días siguientes fueron un infierno. Camila apenas me hablaba; Emiliano salía de casa sin decir adónde iba. Mi hermana Lucía vino a verme y me abrazó fuerte.

—No te sientas culpable, mana —me dijo—. Las mujeres como nosotras siempre cargamos con culpas que no nos corresponden.

Pero la culpa era un peso real. En el barrio empezaron los murmullos: «¿Ya viste? Mariana anda con otro… tan pronto». Las vecinas me miraban con lástima o con juicio cuando iba al mercado. En la iglesia, el padre me habló sobre el duelo y la prudencia.

Ricardo fue paciente. Me decía que entendía mi miedo, que no tenía prisa. Pero yo sentía que estaba perdiendo todo: el amor de mis hijos, el respeto de mi comunidad, incluso mi propia dignidad.

Una tarde encontré a Camila llorando en su cuarto. Me senté a su lado y le tomé la mano.

—Hija…

—No quiero perderte también a ti —susurró—. Desde que murió papá siento que todo se desmorona.

La abracé fuerte y lloramos juntas. Por primera vez entendí que su enojo era miedo; miedo a quedarse sola, miedo a que yo también desapareciera de su vida.

Emiliano tardó más en hablar conmigo. Una noche llegó tarde y lo esperé despierta.

—¿Por qué quieres casarte otra vez? —me preguntó sin mirarme.

—Porque merezco ser feliz —le dije—. Porque todavía tengo vida por delante y no quiero vivirla sola.

Se quedó callado mucho rato antes de decir:

—Solo prométeme que nunca vas a olvidarte de nosotros… ni de papá.

Le prometí lo único que podía prometer: que siempre serían mi prioridad, que Javier siempre estaría en nuestro corazón.

La decisión no fue fácil. Hubo días en los que pensé en renunciar a Ricardo por mis hijos; otros en los que quise huir lejos para no escuchar más reproches ni sentir más culpa.

Pero también hubo momentos hermosos: una tarde en la plaza con Ricardo y los chicos, riendo juntos por primera vez; una comida familiar donde hablamos de Javier sin llorar; una noche en la que Camila me abrazó y me dijo: «Si tú eres feliz, yo también lo seré».

Hoy estoy aquí, escribiendo estas palabras mientras veo a mis hijos desayunar juntos antes de irse a la universidad y la prepa. Ricardo viene por mí en un rato para ir al registro civil. No sé qué pasará mañana; tal vez sigan los juicios y las miradas duras del barrio. Tal vez mis hijos vuelvan a dudar o yo vuelva a sentir culpa.

Pero hoy sé que tengo derecho a buscar mi felicidad sin dejar de honrar mi pasado ni abandonar a quienes amo.

¿Hasta cuándo las mujeres tendremos que elegir entre nuestra felicidad y las expectativas de los demás? ¿Cuántas veces más tendremos que pedir permiso para vivir?