El precio de la sangre: Cuando mi padre decidió vivir de mí

—¿Y entonces, hija? ¿Ya pagaste la luz? —La voz de mi papá retumbó en la cocina, mientras yo intentaba dormir a mi bebé, que lloraba sin consuelo desde hacía horas.

Sentí cómo se me apretaba el pecho. No era solo el cansancio del posparto, ni las noches en vela. Era esa sensación de estar atrapada en una red invisible, tejida por la sangre y la costumbre. Mi papá, don Ernesto, siempre fue un hombre duro, de esos que creen que los hombres no lloran y que las mujeres nacimos para aguantar. Pero nunca imaginé que, después de toda una vida trabajando como chofer de colectivo en Buenos Aires, decidiría jubilarse y vivir de mí.

—Papá, estoy de licencia. No estoy cobrando el sueldo completo —le respondí en voz baja, para no despertar a Camila, que por fin se había dormido.

Él ni se inmutó. Se sirvió otro mate y se acomodó en la silla como si nada.

—Por eso mismo, hija. Hay que ahorrar. Yo guardo mi pensión para cuando haga falta de verdad. Ahora vos sos la que puede —dijo, sin mirarme a los ojos.

Me dieron ganas de gritarle que yo también necesitaba ayuda, que no podía más. Pero me mordí los labios. Mi mamá murió hace años y desde entonces él se volvió más seco, más terco. Cuando le conté a mi hermana Lucía lo que estaba pasando, solo me respondió por WhatsApp: “Vos siempre fuiste la preferida. Ahora bancátelo”.

No era justo. Yo no era la preferida. Solo era la que se quedó cerca, la que nunca pudo irse del todo porque sentía que le debía algo. ¿Pero qué? ¿Por qué tenía que cargar con todo?

Las semanas pasaron y la situación empeoró. Mi pareja, Julián, trabajaba en una obra en Córdoba y solo venía los fines de semana. Cada vez que llegaba encontraba la heladera vacía y a mí al borde del colapso.

—¿Otra vez tu viejo se gastó todo el pan? —me preguntó una noche mientras lavaba los platos.

—No… ahora ni siquiera gasta. Guarda todo lo que cobra y me deja a mí pagar hasta el último paquete de fideos —le respondí, con lágrimas en los ojos.

Julián suspiró y me abrazó fuerte.

—No podemos seguir así, Florencia. Esto no es vida para nadie.

Pero yo no podía echarlo. Era mi papá. El hombre que me enseñó a andar en bicicleta y me llevaba al parque los domingos cuando era chica. ¿Cómo le iba a decir que se fuera?

Una tarde, mientras cambiaba los pañales de Camila y escuchaba a mi papá discutir por teléfono con un amigo sobre el precio del dólar blue, sentí una rabia sorda crecer dentro de mí. ¿Por qué él podía darse el lujo de ahorrar mientras yo contaba las monedas para comprar leche?

Esa noche lo enfrenté.

—Papá, tenemos que hablar —le dije mientras él miraba el noticiero.

—¿Qué pasa ahora?

—No puedo seguir pagando todo yo sola. Estoy agotada. Necesito que pongas plata para la comida y los servicios.

Me miró como si le hubiera pedido algo imposible.

—¿Y si pasa algo? ¿Si me enfermo? ¿Si hay una emergencia? Por eso guardo la plata.

—¿Y si pasa algo conmigo? ¿Quién me cuida a mí? —le respondí, con la voz quebrada.

Se hizo un silencio espeso. Por primera vez vi miedo en sus ojos. Miedo a la vejez, a quedarse solo, a no tener control sobre nada.

—Yo… no sé hacer otra cosa —dijo bajito—. Siempre fui el que trajo la plata a casa. Ahora no sé cómo ayudar.

Me senté a su lado y lloré como hacía años no lloraba. Le conté lo sola que me sentía, lo difícil que era ser madre primeriza sin mamá, sin ayuda real. Le hablé del miedo a no llegar a fin de mes, del terror a fallarle a mi hija.

Esa noche no dormimos ninguno de los dos. Hablamos hasta el amanecer sobre todo lo que nunca habíamos dicho: sus miedos, los míos, las culpas heredadas y las heridas abiertas desde la infancia.

Al día siguiente, mi papá fue al banco y sacó parte de su pensión. Compró comida para toda la semana y pagó la factura del gas sin decir una palabra. No fue un milagro ni un final feliz; fue apenas un primer paso.

Ahora las cosas siguen siendo difíciles. A veces discutimos, otras veces compartimos un mate en silencio mientras Camila duerme en mis brazos. Pero aprendí algo: nadie puede cargar solo con todo el peso de la familia. Ni siquiera por amor.

¿Hasta dónde llega el deber hacia nuestros padres? ¿Cuándo es momento de poner límites y pensar en uno mismo? Me gustaría saber qué harían ustedes en mi lugar.