Entre la fe y la escasez: el milagro de cada día junto a mi mamá
—¿Y ahora qué vamos a comer, mamá? —pregunté con la voz quebrada, mientras miraba la alacena vacía. El eco de mi pregunta rebotó en las paredes de nuestra pequeña casa en San Miguel de Tucumán, como si hasta las paredes sintieran hambre.
Mi mamá, Doña Rosa, se quedó callada unos segundos, apretando los labios para no llorar. Yo tenía diecisiete años y ya había aprendido a leer el cansancio en sus ojos. Ella se acercó, me abrazó fuerte y susurró: —Dios proveerá, hija. No te preocupes.
Pero yo sí me preocupaba. Desde que papá nos dejó —se fue a buscar trabajo a Buenos Aires y nunca volvió—, todo se volvió cuesta arriba. Mamá limpiaba casas ajenas y yo ayudaba vendiendo empanadas en la esquina. A veces, ni para la harina alcanzaba. Las cuentas se apilaban sobre la mesa como una montaña imposible de escalar.
Una tarde, mientras lavaba los platos con agua fría porque nos habían cortado el gas, escuché a mamá rezar bajito en la pieza: “Señor, no me abandones ahora. Dame fuerzas para seguir”. Sentí una mezcla de rabia y ternura. ¿De qué servía rezar si igual seguíamos con hambre?
Esa noche, me senté a su lado en la cama. —¿De verdad creés que Dios escucha? —le pregunté.
Ella me miró con una dulzura que dolía. —A veces no entiendo sus caminos, hija. Pero cuando siento que ya no puedo más, Él me da un poquito más de fuerza para seguir. Eso es un milagro también.
No dormí esa noche. Pensé en dejar la escuela para trabajar más horas, pero mamá siempre decía: “Lo único que nadie te puede quitar es lo que aprendés”. Al día siguiente, fui al colegio con el estómago vacío y la cabeza llena de dudas.
En el recreo, mi amiga Lucía me vio apartada y se acercó con un sándwich envuelto en servilleta. —Mi abuela hizo de más —me dijo, sin mirarme a los ojos—. ¿Querés?
Me mordí el orgullo y acepté. Sentí una punzada de vergüenza, pero también un calorcito en el pecho. Tal vez mamá tenía razón: los milagros no siempre caen del cielo; a veces llegan envueltos en servilletas.
Los días pasaban y la situación empeoraba. Una tarde, mamá llegó llorando porque la señora para la que limpiaba le dijo que ya no podía pagarle. Me abrazó tan fuerte que sentí sus lágrimas mojándome el cuello.
—No sé qué vamos a hacer ahora —dijo entre sollozos—. Pero no te voy a dejar sola, te lo prometo.
Esa noche, cuando ya no quedaban lágrimas, nos arrodillamos juntas al pie de la cama. Por primera vez, recé con ella. No pedí comida ni plata; pedí valor para no rendirme.
Al día siguiente, mientras vendía empanadas en la esquina, un hombre mayor se acercó y compró todas las que tenía. Me preguntó mi nombre y me sonrió con una calidez extraña.
—Mi esposa está enferma y hace mucho que no come algo rico —me dijo—. Gracias por esto.
Con esa venta pagué el gas y compré un poco de arroz y pollo. Cuando llegué a casa y le conté a mamá, ella sonrió como si hubiera visto un ángel.
—¿Ves? Dios nunca llega tarde —me dijo.
Pero la lucha seguía. Un día, mientras caminaba por el barrio buscando trabajo extra, escuché gritos en una casa: era Doña Marta, una vecina anciana que se había caído. Corrí a ayudarla y llamé a su hija por teléfono. Cuando todo se calmó, Doña Marta me tomó la mano:
—Sos una buena chica —me dijo—. ¿Querés ayudarme con las compras y los remedios? Yo te puedo pagar algo.
Así empecé a trabajar para ella unas horas por semana. No era mucho dinero, pero alcanzaba para sobrevivir.
La rutina era dura: escuela por la mañana, trabajo por la tarde, tareas por la noche. A veces sentía que me iba a romper en mil pedazos. Pero cada vez que quería rendirme, recordaba las palabras de mamá: “Dios proveerá”.
Un domingo fuimos juntas a misa. El sacerdote habló sobre el valor de la fe en tiempos difíciles. Mamá apretó mi mano y yo sentí que algo dentro mío cambiaba. No era resignación; era esperanza.
Con el tiempo, las cosas empezaron a mejorar poco a poco. Mamá consiguió limpiar dos casas nuevas y yo terminé el secundario con honores. Nunca tuvimos lujos, pero tampoco nos faltó lo esencial.
Hoy miro atrás y me doy cuenta de que los milagros existen, pero no siempre son como uno espera: a veces son pequeños gestos de solidaridad; otras veces son fuerzas invisibles que nos empujan a seguir cuando creemos que ya no podemos más.
Ahora soy yo quien sostiene a mamá cuando flaquea. Y cada vez que siento miedo al futuro, cierro los ojos y rezo bajito: “Señor, dame fuerzas para seguir”.
¿Será que todos llevamos dentro una fe dormida esperando despertar? ¿Cuántas veces dejamos de ver los milagros cotidianos por estar esperando uno grande? Los leo…