Entre Dos Mundos: El Amor Que Mi Familia No Quiso Ver

—¡No podés traerlo a casa, Lucía! —gritó mi abuela Rosa, con la voz quebrada y los ojos llenos de una furia que sólo da el miedo.

Yo apretaba el teléfono con fuerza, sintiendo cómo el sudor me corría por la palma. Afuera, la lluvia golpeaba los techos de chapa del barrio de Flores, y adentro, el aire era tan denso que costaba respirar. Emiliano esperaba en la esquina, bajo su paraguas negro, ajeno al huracán que se desataba en mi casa.

—Abuela, él no tiene la culpa de lo que pasó hace cuarenta años —intenté decirle, pero ella me interrumpió con un gesto brusco.

—¿Y vos qué sabés? ¿Vos sabés lo que es perder a un hermano? ¿Sabés lo que es vivir con miedo a que toquen la puerta de madrugada? —Su voz temblaba, y por un momento vi a la niña asustada que fue en 1976.

Mi mamá, Marta, se mantenía en silencio, pero su mirada era un muro. Mi papá, Ernesto, sólo suspiraba y se refugiaba en el mate. Mi hermano Adrián me miraba con lástima desde el otro lado del comedor.

—Lucía, no es tan simple —dijo él—. La familia de Emiliano… su abuelo fue militar durante la dictadura. ¿No te das cuenta de lo que eso significa para nosotros?

Sentí una punzada en el pecho. Emiliano me había contado su historia: su abuelo alemán había llegado a Argentina después de la guerra, buscando una vida nueva. Había trabajado en el ejército argentino y, aunque nunca se habló mucho del tema en su casa, todos sabían que había estado «involucrado» en cosas oscuras. Emiliano odiaba ese pasado tanto como yo.

Pero para mi familia, el apellido Müller era una herida abierta.

—¿Y si Emiliano no es como su abuelo? —pregunté, casi suplicando—. ¿No merezco yo elegir a quién amar?

Mi abuela se levantó de la mesa y fue hasta la ventana. La vi temblar mientras miraba la calle mojada.

—Cuando tu tío desapareció, nadie nos dio respuestas. Los Müller eran los que daban las órdenes —dijo apenas en un susurro.

Me quedé sola en el comedor. El reloj marcaba las ocho y media. Emiliano debía estar cansado de esperar. Tomé mi campera y salí corriendo bajo la lluvia.

—¿Todo bien? —me preguntó Emiliano cuando me vio llegar empapada.

—No —le respondí—. Pero te amo.

Nos abrazamos bajo el paraguas. Sentí su corazón latiendo fuerte contra mi pecho. Por un instante, el mundo se detuvo.

Esa noche dormí poco. Mi mamá entró a mi cuarto cuando ya clareaba.

—¿Por qué te enamoraste justo de él? —me preguntó sin rencor, sólo con tristeza.

—No lo elegí —le dije—. Pasó. Y ahora no sé qué hacer.

Ella se sentó a mi lado y me acarició el pelo como cuando era chica.

—Tu abuela nunca superó lo de tu tío. Yo tampoco. Pero vos no sos responsable del pasado de nadie. Sólo te pido que tengas cuidado…

En los días siguientes, las cosas se pusieron más tensas. Emiliano quería conocer a mi familia, demostrarles que no era como su abuelo. Yo quería creer que el amor podía más que el odio heredado. Pero cada vez que intentábamos acercarnos, algo se rompía.

Una tarde, Emiliano vino a buscarme para ir al cine. Mi papá lo vio desde la ventana y bajó a hablarle.

—¿Vos sabés lo que tu apellido significa para nosotros? —le preguntó sin rodeos.

Emiliano bajó la cabeza.

—Sí, señor. Y me duele mucho. Pero yo no soy mi abuelo. Yo sólo quiero estar con Lucía.

Mi papá lo miró largo rato antes de responder:

—Ojalá fuera tan fácil olvidar.

Esa noche discutí con Adrián en la cocina.

—¿Por qué no podés apoyarme? —le reclamé.

—Porque tengo miedo de que te lastimen —me dijo él—. Porque sé lo que pesa el pasado en esta casa.

Me sentí sola como nunca antes. Pero también sentí una fuerza nueva dentro mío: la certeza de que tenía derecho a escribir mi propia historia.

Un domingo al mediodía, después de semanas de silencios y miradas esquivas, Emiliano vino a almorzar con nosotros. La tensión era insoportable; los cubiertos chocaban como espadas sobre los platos.

De pronto, mi abuela habló:

—¿Vos sabés lo que pasó en este país? ¿Sabés lo que hicieron los militares?

Emiliano asintió con respeto.

—Mi familia también sufrió —dijo—. Mi papá fue perseguido por pensar distinto a su propio padre. Yo crecí escuchando historias de miedo y silencio… Por eso quiero ser diferente.

Mi abuela lo miró largo rato. Por primera vez vi una grieta en su coraza.

Después del almuerzo, salimos al patio. Mi mamá me abrazó fuerte.

—No sé si algún día voy a poder perdonar todo lo que pasó —me dijo—. Pero tampoco quiero perderte a vos por culpa del odio.

Esa noche lloré mucho. Sentí que algo había cambiado para siempre en mi familia: una herida seguía abierta, pero al menos ahora podíamos hablar de ella sin gritar ni escondernos detrás del miedo.

Hoy sigo luchando por mi amor y por mi familia. No sé si algún día podré unir esos dos mundos sin dolor, pero aprendí que el pasado no tiene por qué dictar nuestro futuro.

A veces me pregunto: ¿cuántas historias como la mía habrá en este país? ¿Cuánto tiempo más vamos a dejar que los fantasmas del pasado decidan por nosotros?