Entre Sombras y Esperanzas: La Noche que Todo Cambió

—¿A dónde vas, Julián? —pregunté con la voz quebrada, mientras lo veía ponerse esa camisa azul que tanto me gustaba, la misma que usó el día que me pidió matrimonio en el Zócalo.

Él ni siquiera me miró. —Con los muchachos. Vamos a echarnos unas chelas, platicar, ya sabes…

No, no sabía. Hacía meses que no sabía nada de él. De nosotros. Sentí cómo la rabia y la tristeza se mezclaban en mi pecho, como cuando era niña y veía a mi papá irse sin decir adiós. Me aferré al marco de la puerta, buscando fuerzas para no suplicarle.

—¿Y conmigo? ¿Cuándo vas a tener tiempo para mí? —intenté sonreír, pero mi voz sonó amarga, rota.

Julián bufó, como si mi pregunta fuera una molestia más en su día. —Tú siempre estás en el trabajo, Mariana. ¿Cómo iba a saber que hoy sí querías hablar?

Me quedé callada. No tenía caso discutir. Desde que lo despidieron de la fábrica y empezó a juntarse con esos amigos del barrio, todo cambió. Las noches se hicieron más largas, los silencios más pesados. Yo trabajaba doble turno en el hospital para pagar la renta y la escuela de los niños, mientras él se perdía entre el humo y las risas ajenas.

Esa noche, cuando cerró la puerta tras de sí, sentí que algo dentro de mí se rompía definitivamente. Me senté en la cama, abrazando la almohada como si fuera el último refugio. Afuera, los cláxones y las sirenas de la ciudad seguían su curso, indiferentes a mi dolor.

Mi hijo mayor, Emiliano, entró al cuarto sin hacer ruido. Tenía apenas doce años pero sus ojos ya conocían la tristeza.

—¿Mamá? ¿Papá va a volver?

No supe qué decirle. Lo abracé fuerte, deseando protegerlo de todo lo que yo no había podido evitar.

—Claro que sí, mi amor. Solo salió un rato —mentí, como tantas veces lo hizo mi madre conmigo.

Esa noche no dormí. Escuché cada ruido del edificio, cada grito lejano en la calle. Cuando por fin Julián regresó, era casi el amanecer. Olía a cerveza y cigarro. Se dejó caer en el sillón y se quedó dormido con la televisión encendida.

Los días siguientes fueron iguales. Yo salía temprano al hospital y regresaba tarde, agotada. Julián apenas hablaba conmigo o con los niños. La casa se llenó de silencios incómodos y miradas esquivas.

Una tarde, mientras lavaba los platos, escuché a Emiliano discutir con su papá.

—¡Ya deja de tomar! ¡Mamá siempre está cansada por tu culpa!

Julián se levantó furioso y le gritó cosas horribles. Yo corrí a separarlos, temblando de miedo.

—¡No le hables así a tu hijo! —le grité con más fuerza de la que creía tener.

Él me miró con odio y salió dando un portazo. Esa noche no volvió.

Pasaron dos días sin noticias suyas. Yo fingía tranquilidad frente a los niños, pero por dentro me moría de miedo. ¿Y si le había pasado algo? ¿Y si nunca volvía?

La vecina del 302 vino a tocarme la puerta.

—Mariana, vi a Julián anoche en la cantina de la esquina… No estaba bien —me dijo en voz baja.

Sentí una mezcla de alivio y rabia. ¿Hasta cuándo iba a seguir así? ¿Cuánto más podía soportar?

Esa noche, después de acostar a los niños, me senté frente al espejo y me miré largo rato. Vi las ojeras profundas, las arrugas nuevas en mi frente. Recordé a la Mariana alegre que bailaba cumbia en las fiestas familiares y soñaba con una vida mejor. ¿En qué momento me perdí?

Tomé el teléfono y marqué el número de mi hermana Lucía.

—¿Qué pasa, Mari? —su voz fue un bálsamo para mi alma herida.

No pude contener el llanto.

—Ya no puedo más… Julián no cambia, los niños sufren… Siento que me estoy ahogando.

Lucía guardó silencio unos segundos antes de responder.

—Tienes que pensar en ti y en tus hijos. No puedes cargar sola con todo esto. Si necesitas venirte a mi casa unos días, aquí tienes un cuarto para ustedes.

Colgué sintiéndome un poco menos sola. Esa noche tomé una decisión: si Julián no buscaba ayuda, yo no podía seguir así.

Al día siguiente lo esperé despierta. Cuando entró a la casa, le hablé con firmeza:

—Julián, tenemos que hablar.

Él rodó los ojos pero se sentó frente a mí.

—Esto no puede seguir así —le dije—. Los niños te necesitan sobrio y presente. Yo también te necesito… pero no así.

Él bajó la mirada por primera vez en meses.

—No sé cómo salir de esto, Mariana… Me siento perdido.

Me acerqué y tomé su mano.

—Pide ayuda. Por ti, por nosotros… Si no lo haces, tendré que irme con los niños.

Vi el miedo en sus ojos. Por primera vez entendió que podía perderlo todo.

Esa semana empezó a ir a un grupo de apoyo en la iglesia del barrio. No fue fácil; hubo recaídas y discusiones. Pero poco a poco empezó a cambiar. Los niños volvieron a reír y yo empecé a recuperar la esperanza.

Un domingo cualquiera, mientras desayunábamos juntos por primera vez en mucho tiempo, Julián tomó mi mano sobre la mesa.

—Gracias por no rendirte conmigo —me dijo con lágrimas en los ojos.

Yo también lloré. Porque entendí que amar no es aguantarlo todo sin límites; es saber cuándo luchar y cuándo soltar.

Ahora miro hacia atrás y me pregunto: ¿Cuántas mujeres viven lo mismo en silencio? ¿Cuántas familias se rompen por miedo o vergüenza? ¿Y tú… qué harías si estuvieras en mi lugar?