Renacer a los Cincuenta y Cinco: Cuando Dejé Todo Atrás

—¿De verdad vas a hacer esto, mamá? ¿A tu edad? —La voz de mi hija, Mariana, temblaba entre el enojo y el miedo. Sus ojos, tan parecidos a los míos, me miraban como si fuera una extraña.

No respondí enseguida. Mi maleta, vieja y desbordada, esperaba junto a la puerta. Afuera, el calor húmedo de Barranquilla se colaba por las rendijas, mezclándose con el sudor frío que me recorría la espalda. Tenía cincuenta y cinco años y estaba a punto de dejar todo lo que conocía: mi casa, mis hijos, mis nietos, incluso a mi esposo, Ernesto, con quien llevaba más de treinta años casada.

—No lo entiendo —insistió Mariana—. ¿Qué te falta aquí? ¿Por qué ahora?

Me faltaba aire. Me faltaba vida. Me faltaba sentir que todavía era capaz de soñar. Pero ¿cómo explicarle eso a una hija que solo conoce a su madre como la mujer que cocina, lava y cuida?

—Necesito encontrarme —susurré, apenas audible.

Ernesto apareció en el umbral, con el ceño fruncido y el orgullo herido. —¿Y qué vas a hacer allá sola? ¿Quién te va a cuidar? ¿O es que tienes a otro?

Sentí el golpe de sus palabras como una bofetada. No era la primera vez que me acusaba de algo así. En nuestra casa, los silencios eran más pesados que las discusiones. Había aprendido a callar para evitar peleas, pero ese día no podía callar más.

—No tengo a nadie —dije con voz firme—. Solo me tengo a mí misma. Y eso es suficiente.

El grito de mi nieto menor rompió el momento. Corrí a abrazarlo por última vez. Su manita se aferró a mi blusa, como si pudiera retenerme. Mariana lloraba en silencio. Ernesto me miraba con desprecio.

Salí de la casa bajo una lluvia repentina, como si el cielo también llorara mi partida. Caminé hasta la terminal de buses con el corazón hecho trizas y una determinación que no sabía que tenía.

Mi destino era Medellín. No conocía a nadie allí, pero había visto en internet un anuncio: «Se arrienda habitación para señora sola». Era todo lo que necesitaba para empezar.

El viaje fue largo y silencioso. Miraba por la ventana los paisajes cambiantes: las palmas, los ríos marrones, las montañas cubiertas de neblina. Pensé en mi madre, que nunca se atrevió a salir del pueblo donde nació. Pensé en mis hermanas, resignadas a matrimonios sin amor. Pensé en todas las mujeres que conocía y que vivían vidas prestadas.

Llegué a Medellín al amanecer. La ciudad me recibió con su bullicio y su promesa de anonimato. La señora Lucía, la dueña de la casa donde alquilé la habitación, me abrió la puerta con una sonrisa cansada.

—¿Usted también viene huyendo? —me preguntó mientras me mostraba el cuarto.

No supe qué responderle. ¿Huir? Tal vez sí. Huir del miedo, del conformismo, del olvido.

Los primeros días fueron duros. Extrañaba el olor del café recién hecho en mi cocina, las risas de mis nietos, incluso las discusiones con Ernesto. Pero también sentí una extraña ligereza: podía decidir qué comer, cuándo dormir, qué música escuchar.

Conseguí trabajo limpiando casas en El Poblado. No era fácil: las rodillas me dolían al subir escaleras y las manos se me agrietaban con los detergentes baratos. Pero cada billete que ganaba era mío. Por primera vez en décadas, tenía dinero propio.

Una tarde, mientras limpiaba la casa de la señora Teresa —una viuda amable que me recordaba a mi abuela—, ella me preguntó:

—¿Y usted por qué está sola?

Me quedé callada un momento. Luego le conté mi historia: cómo me sentía invisible en mi propia casa, cómo mis sueños se habían ido apagando poco a poco.

Teresa me miró con ternura y me dijo:

—No está sola. Aquí todas estamos buscando algo: paz, compañía o simplemente un poco de respeto.

Sus palabras me dieron fuerzas para seguir.

Pero no todo era esperanza. Mariana me llamaba cada semana para reprocharme:

—Papá está peor desde que te fuiste. No quiere comer, no sale del cuarto. ¿Eso es lo que querías?

Sentía culpa, sí. Pero también rabia: ¿por qué siempre tenía que ser yo la que sacrificara todo?

Un día recibí una llamada inesperada de Ernesto:

—Si no vuelves esta semana, olvídate de tus cosas. Las voy a botar.

Me temblaron las manos al colgar. Lloré toda la noche abrazada a la almohada dura del cuarto alquilado.

Al día siguiente fui al parque Arví y caminé entre los árboles hasta quedarme sin aliento. Grité mi dolor al viento y sentí que algo dentro de mí se rompía… o tal vez se liberaba.

Empecé a escribir un diario. Cada noche anotaba mis miedos y mis pequeños logros: «Hoy aprendí a tomar el metro sola», «Hoy cociné arepas para Lucía y le gustaron», «Hoy no lloré».

Conocí a otras mujeres en el barrio: Rosa, una salvadoreña que huyó de la violencia; Carmen, una peruana que dejó todo por amor y terminó sola; Julia, una joven venezolana que vendía empanadas en la esquina para mantener a sus hijos en Caracas.

Nos reuníamos los domingos en la plaza para compartir historias y comida casera. Entre nosotras no había juicios ni reproches; solo comprensión y solidaridad.

Poco a poco empecé a sentirme parte de algo otra vez.

Un día recibí una carta de Mariana:

«Mamá,
No entiendo tu decisión pero empiezo a respetarla. Papá sigue enojado pero creo que algún día te va a perdonar. Yo… te extraño mucho pero quiero verte feliz.
Con amor,
Mariana»

Lloré al leerla pero también sonreí por primera vez en mucho tiempo.

Hoy han pasado dos años desde aquel día lluvioso en Barranquilla. Sigo viviendo en Medellín, ahora en un pequeño apartamento propio gracias a mis ahorros y al apoyo de mis nuevas amigas. Trabajo menos horas y dedico tiempo a pintar —algo que siempre quise hacer pero nunca me atreví—.

A veces extraño mi antigua vida; otras veces agradezco haber tenido el valor de cambiarla.

Me pregunto cuántas mujeres como yo siguen atrapadas por el miedo o por lo que dirán los demás…

¿Vale la pena vivir toda una vida sin escucharse a una misma? ¿Qué harías tú si tuvieras la oportunidad de empezar de nuevo?