Cuando Lucía y Tomás Recuperaron Su Boda de las Garras de la Familia
—¿Por qué hay mariachis en la puerta? —pregunté, con la voz quebrada, mientras veía a mi madre y a mi suegra abrazadas, sonriendo como si hubieran ganado la lotería.
Era el día de mi boda, el día que había soñado desde niña en mi pequeño pueblo de Jalisco. Pero todo, absolutamente todo, se sentía ajeno. El vestido que llevaba puesto no era el que elegí, sino el que mi madre insistió que era «más apropiado para una mujer decente». El menú, que debía ser vegetariano porque Tomás es alérgico al marisco, ahora incluía camarones y ceviche, porque «¿cómo va a faltar el marisco en una boda?», según mi suegra, Doña Rosa. Y ahora, mariachis, cuando yo había pedido una banda de rock local porque así nos conocimos Tomás y yo, bailando en un bar de Guadalajara.
Tomás me tomó la mano, apretando fuerte. Sus ojos, siempre tan tranquilos, ahora estaban llenos de rabia contenida. —Lucía, no podemos dejar que esto siga así —susurró, mientras la música de los mariachis tapaba nuestras voces.
—¿Y qué hacemos? Si decimos algo, nuestras madres se van a ofender. Ya sabes cómo son —le respondí, sintiendo el nudo en la garganta crecer.
—¿Y nosotros? ¿No importamos? —me preguntó, mirándome con esa mezcla de ternura y desesperación que sólo él sabe poner.
La boda siguió su curso, pero yo no podía dejar de sentirme una invitada más en mi propio día. Los invitados reían, bailaban, y las madres de ambos lados se pavoneaban, recibiendo felicitaciones por «la organización perfecta». Mi padre, siempre tan callado, me miraba de lejos, como pidiéndome perdón con la mirada. Sabía que él tampoco estaba de acuerdo, pero nunca se atrevía a contradecir a mi madre.
En un momento de la fiesta, Tomás y yo nos escapamos al jardín trasero de la hacienda. Nos sentamos en una banca, bajo la luz tenue de las farolas. —No quiero que este sea el recuerdo de nuestro matrimonio —me dijo Tomás, con la voz rota.
—Ni yo. Pero, ¿qué hacemos? —le respondí, sintiendo las lágrimas correr por mis mejillas.
—¿Y si nos vamos? ¿Si dejamos todo esto y hacemos nuestra propia celebración, a nuestra manera? —propuso, con una chispa de rebeldía en los ojos.
La idea me asustó y me emocionó al mismo tiempo. ¿Seríamos capaces de desafiar a nuestras familias así? ¿De romper con años de tradición y expectativas?
—¿Y si nos odian para siempre? —pregunté, temblando.
—¿Prefieres que nos odiemos a nosotros mismos por no defender lo que queremos? —me respondió Tomás, y supe que tenía razón.
Volvimos a la fiesta, fingiendo normalidad. Pero esa noche, mientras todos dormían, empacamos una maleta pequeña y nos fuimos en el coche de Tomás. Nos dirigimos a la playa de Sayulita, donde nos habíamos prometido amor eterno bajo las estrellas años atrás.
Allí, solos, con los pies descalzos en la arena y una guitarra desafinada, nos dimos el sí que realmente importaba. Sin testigos, sin protocolos, sin mariachis ni ceviche. Sólo nosotros, riendo y llorando al mismo tiempo, sintiendo por fin que ese momento era nuestro.
Al día siguiente, las llamadas no tardaron en llegar. Mi madre, histérica, gritaba que la habíamos avergonzado frente a toda la familia. Doña Rosa amenazó con desheredar a Tomás. Los chismes no tardaron en recorrer el pueblo: «¡Se fugaron!», «¡Qué falta de respeto!», «¡Pobres padres!».
Pero algo cambió en nosotros. Por primera vez, sentí que tenía derecho a decidir sobre mi vida. Que el amor no es sólo complacer a los demás, sino también defender lo que uno quiere.
Con el tiempo, las aguas se calmaron. Nuestras madres, aunque nunca nos perdonaron del todo, aprendieron a respetar nuestros límites. Mi padre, en un gesto silencioso, me regaló una foto nuestra en la playa, con una nota que decía: «El amor es libertad».
Hoy, cada vez que veo esa foto, recuerdo que tuvimos el valor de elegirnos a nosotros mismos. Que la familia puede ser un refugio o una prisión, y que está en nosotros decidir cuál será.
¿Hasta cuándo vamos a permitir que otros decidan por nosotros? ¿Cuántas veces más vamos a sacrificar nuestra felicidad por miedo al qué dirán? Los leo…