El eco de mi soledad: una vida entre ausencias y esperanzas

—¿Y tú para cuándo, Mariana? —La pregunta de mi tía Rosa retumba en la sala, justo cuando todos levantan sus copas para brindar por el compromiso de mi prima Camila. Siento las miradas sobre mí, algunas llenas de lástima, otras de curiosidad morbosa. Me trago el nudo en la garganta y sonrío, como si no me doliera, como si no me importara ser la única de treinta años en la familia que sigue sola, sin pareja, sin hijos, sin ese futuro brillante que todos parecen esperar de mí.

No siempre fue así. Hace cinco años, tenía un esposo, una casa pequeña en el barrio San Pedro y un perro llamado Choco. Pensaba que la felicidad era cuestión de seguir el guion: casarse joven, tener hijos, trabajar duro y sonreír en las fotos familiares. Pero la vida no es una telenovela, y el amor no siempre resiste las tormentas. Mi exesposo, Andrés, se fue una mañana de septiembre, llevándose su ropa y mi confianza en el futuro. «No eres tú, soy yo», dijo, pero yo sabía que era yo, o al menos así lo sentí durante mucho tiempo.

Desde entonces, la soledad se convirtió en mi sombra. Mis amigas —Paola, Lucía y Fernanda— encontraron nuevas parejas, se casaron, tuvieron hijos. Sus redes sociales se llenaron de fotos de bodas, baby showers y viajes en pareja. Yo dejé de publicar, de comentar, de asistir a reuniones donde siempre era la única que llegaba sola. «No te preocupes, ya llegará tu momento», decían. Pero los años pasaban y mi momento nunca llegaba.

En mi trabajo como contadora en una pequeña empresa de textiles en Medellín, la rutina era mi refugio. Me escondía entre números y balances, evitando conversaciones personales. Mi jefe, don Ramiro, a veces me preguntaba si no pensaba en rehacer mi vida. «Una mujer tan bonita y tan sola, eso no puede ser», decía con esa mezcla de machismo y preocupación paternalista tan común aquí. Yo solo sonreía y cambiaba de tema.

Las noches eran lo peor. El silencio del apartamento me pesaba como una losa. A veces, me sorprendía hablando sola, contándole mis penas a Choco, que ya estaba viejo y dormía casi todo el día. Lloré muchas veces en la ducha, donde nadie podía escucharme. Me preguntaba qué tenía de malo, por qué nadie quería quedarse conmigo, por qué incluso Andrés había encontrado una nueva pareja —una mujer más joven, más alegre, menos complicada— mientras yo seguía estancada.

Mi mamá, doña Gloria, era la única que no me juzgaba abiertamente. Pero su preocupación se filtraba en pequeños gestos: me enviaba mensajes con oraciones para encontrar pareja, me presentaba hijos de amigas suyas en reuniones familiares, me preguntaba si no quería intentar con las aplicaciones de citas. «Mija, no te puedes quedar sola toda la vida. Uno necesita compañía para no volverse amargado». Yo asentía, pero por dentro sentía que ya estaba rota.

Un día, después de una discusión con Fernanda —que insistía en que saliera con un amigo de su esposo— exploté:

—¿Por qué todos piensan que estar sola es una enfermedad? ¿Por qué nadie pregunta si soy feliz así?

Fernanda se quedó callada, sorprendida por mi tono. Yo también me sorprendí. No era rabia contra ella, sino contra el mundo entero. Contra una sociedad que mide el valor de una mujer por su estado civil, por su capacidad de formar una familia.

Esa noche, decidí salir a caminar por el parque de Laureles. Vi parejas tomadas de la mano, niños jugando, ancianos sentados en las bancas conversando. Sentí una punzada de envidia y tristeza. Me senté bajo un árbol y lloré en silencio. Un señor mayor se acercó y me ofreció un pañuelo.

—La vida a veces se pone dura, ¿cierto? —me dijo con una sonrisa amable.

Asentí, incapaz de hablar.

—Yo perdí a mi esposa hace diez años —continuó—. Al principio pensé que nunca iba a poder seguir adelante. Pero aprendí a disfrutar mi propia compañía. No es fácil, pero tampoco es imposible.

Sus palabras se quedaron conmigo mucho tiempo. Empecé a preguntarme si mi dolor era realmente por estar sola o por no cumplir las expectativas de los demás. ¿Y si podía aprender a quererme así, incompleta y todo?

Intenté nuevas cosas: tomé clases de cerámica, empecé a correr los domingos en el estadio Atanasio Girardot, me inscribí en un club de lectura. Al principio me sentía fuera de lugar, pero poco a poco fui encontrando pequeñas alegrías en esos espacios. Conocí a otras personas solas, cada una con su historia y sus heridas.

Un día, Paola me llamó llorando. Su esposo le había sido infiel y estaba pensando en separarse. Me pidió que la acompañara a su casa porque no quería estar sola. Esa noche hablamos hasta el amanecer. Me di cuenta de que nadie tiene la vida resuelta, que todos cargamos con miedos y vacíos.

Mi relación con mi familia sigue siendo tensa. En cada reunión familiar hay comentarios sobre mi soltería. Mi abuela reza para que «Dios me mande un buen hombre» y mis primos hacen bromas pesadas. Pero ya no me duele tanto como antes. Aprendí a poner límites y a defender mi derecho a estar sola sin sentirme menos.

Hace poco vi a Andrés en un centro comercial. Iba de la mano con su nueva pareja y un bebé en brazos. Me saludó con una sonrisa incómoda y yo le devolví el saludo sin rencor. Sentí paz por primera vez en mucho tiempo.

No sé si algún día encontraré el amor otra vez. Tal vez sí, tal vez no. Pero ya no siento que mi vida esté incompleta solo porque no tengo pareja. Aprendí a disfrutar mi soledad, a valorar mi independencia y a construir mi propia felicidad.

A veces todavía duele —sobre todo cuando veo a mis amigas con sus familias— pero ya no es un dolor paralizante. Es solo una parte más de mi historia.

Me pregunto: ¿cuántas mujeres como yo viven atrapadas entre la presión social y el miedo a estar solas? ¿Cuándo aprenderemos a valorar nuestra propia compañía sin sentirnos menos? ¿Y tú, alguna vez te has sentido así?