Cinco minutos y una taza de té: Lo que nunca se dice en familia
—¿No vas a ofrecerle ni un té a mi mamá? —me preguntó Julián, con ese tono bajo que usaba cuando estaba realmente molesto, pero no quería que nadie más lo notara.
La puerta acababa de cerrarse tras la figura de mi suegra, doña Marta, y el eco de sus pasos aún flotaba en el aire de la sala. Yo seguía sentada en el sofá, con las manos apretadas sobre las rodillas, sintiendo cómo la vergüenza y la rabia me subían por la garganta como un nudo imposible de tragar.
No le ofrecí té. No le ofrecí nada. Ni siquiera una sonrisa. Y no fue por descuido. Fue porque estaba cansada. Porque esa mañana había trabajado desde las seis, porque la casa estaba patas arriba y porque, honestamente, ya no tenía fuerzas para fingir hospitalidad con alguien que nunca me ha hecho sentir bienvenida.
Pero eso Julián no lo entiende. O no quiere entenderlo.
—¿Sabés lo que va a decir ahora? —insistió él, cruzando los brazos—. Que no la querés, que no la respetás. Que no te importa la familia.
Me mordí el labio para no gritarle que no, que lo que no soporto es esa obligación de ser siempre la buena nuera, la mujer perfecta, la anfitriona incansable. Que nadie pregunta cómo estoy yo, si necesito un respiro, si me duele la cabeza o el alma. Que siempre es más importante lo que diga doña Marta que lo que yo siento en mi propia casa.
—¿Y vos? —le pregunté, mirándolo a los ojos—. ¿Te importa cómo me siento yo?
Julián desvió la mirada. Se fue a la cocina, murmurando algo sobre el respeto y las costumbres. Yo me quedé sola en la sala, escuchando el zumbido del ventilador y el latido acelerado de mi corazón.
Recordé la primera vez que conocí a doña Marta. Fue en una Navidad, hace siete años, en la casa de sus padres en San Miguel de Tucumán. Ella me miró de arriba abajo y me preguntó si sabía cocinar empanadas como la gente. Yo, con mi acento porteño y mis manos torpes, apenas pude sonreír. Desde entonces, cada encuentro ha sido una prueba silenciosa: ¿seré suficiente para su hijo?
En mi familia, las cosas eran distintas. Mi mamá, Lucía, siempre decía que la casa era para vivirla, no para exhibirla. Si venía visita, se servía mate y galletitas, pero nadie se desvivía por impresionar a nadie. Acá, en cambio, todo es una competencia: quién tiene la mejor mesa, quién hace el mejor locro, quién aguanta más sin quejarse.
Esa tarde, mientras Julián lavaba los platos con furia, me pregunté cuándo empecé a sentirme extranjera en mi propia vida. ¿Fue cuando dejé mi trabajo para mudarme con él? ¿Cuando acepté que su mamá viniera cada semana sin avisar? ¿O cuando aprendí a callar para evitar peleas?
El teléfono sonó. Era mi hermana, Valeria.
—¿Todo bien? Te escucho rara —dijo apenas atendí.
Le conté lo del té, lo de Julián, lo de siempre. Valeria suspiró.
—No podés seguir así, Sofi. Tenés derecho a poner límites. No sos menos buena persona por no querer ser la sirvienta de nadie.
Me largué a llorar. Porque tenía razón. Porque estaba cansada de sentirme invisible.
Esa noche, Julián y yo casi no hablamos. Cenamos en silencio, cada uno perdido en sus pensamientos. Yo repasaba mentalmente todas las veces que había cedido, todas las veces que había tragado mi enojo para mantener la paz. Y me preguntaba si valía la pena.
Al día siguiente, doña Marta mandó un mensaje: «Espero no haberte molestado ayer. Me fui porque sentí que no era bienvenida». Lo leí una y otra vez, sintiendo una mezcla de culpa y alivio. Por primera vez en mucho tiempo, no quise disculparme.
Julián leyó el mensaje por encima de mi hombro.
—¿Vas a contestarle?
—No sé —le dije—. ¿Vos qué pensás?
Él se encogió de hombros. «Hacé lo que quieras». Pero su voz sonaba cansada, como si también él estuviera harto de estar en el medio.
Esa tarde salí a caminar por el barrio. Vi a otras mujeres como yo: algunas empujando cochecitos, otras cargando bolsas del súper, otras sentadas en la vereda tomando aire. Me pregunté cuántas de ellas estarían luchando con las mismas cosas: expectativas imposibles, suegras difíciles, maridos que no escuchan.
Cuando volví a casa, Julián estaba sentado en la mesa del comedor, mirando una foto vieja de su familia. Me senté frente a él y le tomé la mano.
—No quiero seguir así —le dije—. Necesito que me escuches. Que entiendas que también tengo derecho a sentirme cómoda en mi casa. Que no puedo ser siempre la que cede.
Él me miró largo rato antes de responder.
—Nunca quise que te sintieras así —dijo al fin—. Pero tampoco sé cómo manejar a mi mamá. Siempre fue así…
—No es solo tu mamá —lo interrumpí—. Es todo esto. Es sentir que nunca soy suficiente para nadie.
Nos quedamos en silencio, pero era un silencio distinto. Uno donde cabía la posibilidad de cambiar algo.
Esa noche le respondí a doña Marta: «No fue mi intención hacerte sentir mal, pero necesito que me avises antes de venir. A veces estoy cansada y no puedo ser la mejor anfitriona».
No sé qué va a pasar ahora. Tal vez se enoje más. Tal vez Julián y yo tengamos más peleas. Pero por primera vez en mucho tiempo siento que mi voz importa.
¿Hasta cuándo vamos a seguir callando por miedo al qué dirán? ¿Cuántas veces más vamos a dejar que el silencio pese más que nuestras propias necesidades?