El día que Kazika cambió mi vida: Un divorcio, un loro y un nuevo comienzo

—¡Llévatelo tú, Andrés! —gritó Mariana, con los ojos llenos de rabia y lágrimas, mientras me lanzaba la jaula sobre la mesa del comedor. El loro, ese escandaloso Kazika, chilló como si entendiera que su destino estaba en juego. Yo me quedé paralizado, con la boca seca y el corazón latiendo tan fuerte que sentía que se me iba a salir del pecho.

—¿Por qué yo? —atiné a decir, mirando a Mariana y luego al pájaro, que me observaba con esa mirada inteligente y burlona que siempre me ponía nervioso.

—¡Porque son igualitos! —me espetó ella, cruzándose de brazos—. Terco, gritón y siempre queriendo tener la última palabra. Además, mi mamá nunca soportó ese loro, y tú tampoco soportas estar solo. ¡Hazte cargo!

Así, en medio de cajas, papeles de divorcio y recuerdos rotos, Kazika se convirtió en mi única compañía. Mi mamá, doña Rosa, apenas vio al loro en casa, lo rebautizó sin piedad.

—Ese nombre está muy raro, mijo. Aquí le vamos a decir Kazika, como mi primo de Veracruz, que también era bien escandaloso —dijo, soltando una carcajada que llenó el departamento vacío.

Yo no tenía cabeza para discutir nombres. Apenas podía dormir. Cada rincón de la casa me recordaba a Mariana: la taza de café con su labial, el cojín que siempre abrazaba viendo novelas, la foto de nuestra boda que no me atrevía a bajar de la pared. Y ahora, encima, tenía un loro que no paraba de gritar «¡Mariana! ¡No! ¡Andrés, bájale!» como si quisiera revivir nuestras peleas.

La primera noche fue un infierno. Kazika chilló hasta las tres de la mañana. Yo le gritaba que se callara y él me respondía con insultos aprendidos de Mariana. Mi mamá, desde su cuarto, gritaba:

—¡Déjalo en paz! ¡El pobre también está sufriendo!

Pero yo no podía soportarlo. Me sentía traicionado por todos: por Mariana, por mi mamá que siempre tomaba partido, y hasta por ese animal que parecía disfrutar mi desgracia.

Los días pasaron lentos y pesados. En el trabajo apenas podía concentrarme. Mis compañeros cuchicheaban a mis espaldas:

—¿Supiste que Andrés se quedó solo con el loro? —decía Lucía, la de Recursos Humanos—. Dicen que hasta habla igualito que él.

Yo fingía no escuchar, pero cada vez me sentía más solo. Las noches eran peores. Me sentaba frente a la jaula y le hablaba a Kazika como si fuera un terapeuta barato.

—¿Tú crees que hice mal en dejarla ir? —le preguntaba una noche, mientras él picoteaba una semilla—. ¿O fue ella la que nunca quiso luchar?

Kazika me miraba, ladeando la cabeza, y soltaba un «¡Andrés, bájale!» tan parecido a Mariana que me daban ganas de llorar y reír al mismo tiempo.

Un sábado, mi mamá decidió invitar a toda la familia a comer pozole para animarme. Llegaron mis hermanas, mis sobrinos y hasta mi tía Lupita, la chismosa del barrio.

—¿Y ese loro? —preguntó Lupita apenas entró—. ¿No era de Mariana?

—Ahora es de Andrés —respondió mi mamá con tono solemne—. Y le hace buena compañía.

Durante la comida, Kazika se robó el show. Repitió frases de Mariana, imitó mi risa y hasta soltó un «¡Ya basta los dos!» que hizo que todos se miraran incómodos. Mi hermana menor, Paola, me tomó del brazo en la cocina.

—Oye, ¿no crees que deberías dejar ir al loro? Es como tener un pedazo de Mariana aquí todo el tiempo.

—No puedo —le respondí bajito—. Es lo único que me queda de esa vida…

Esa noche, después de que todos se fueron y el silencio volvió a apoderarse del departamento, me senté frente a la jaula y miré a Kazika largo rato. Él me devolvió la mirada, como si supiera exactamente lo que estaba pensando.

—¿Y ahora qué hacemos tú y yo? —le pregunté en voz baja.

Kazika se acomodó las plumas y soltó un silbido triste. Por primera vez sentí compasión por él… y por mí mismo.

Los meses pasaron y poco a poco fui aprendiendo a vivir con mi soledad y con Kazika. Empecé a salir a caminar por el parque, a tomar café con mis amigos y hasta me animé a ir a terapia. Mi mamá me apoyó en todo momento, aunque nunca dejó de llamarme para preguntarme si ya había conocido a alguien nuevo.

Un día, mientras limpiaba la jaula, Kazika soltó una frase nueva:

—¡Ánimo, Andrés! —dijo con voz chillona pero dulce.

Me quedé helado. No sabía si reír o llorar. Ese loro, que había sido el símbolo de mi fracaso matrimonial, ahora era mi compañero en el proceso de reconstrucción.

Empecé a grabar videos de Kazika y a subirlos a redes sociales. Pronto se hizo famoso en el barrio y hasta en otras ciudades. La gente me escribía mensajes de apoyo:

—¡Ánimo, Andrés! Todos pasamos por momentos difíciles.

—Ese loro es un crack, cuídalo mucho.

Incluso Mariana me mandó un mensaje una noche:

—Vi a Kazika en Facebook… Me alegra que estén bien los dos.

No supe qué responderle. Solo sentí una paz extraña, como si por fin pudiera cerrar ese capítulo.

Un domingo por la tarde, mientras veía el atardecer desde el balcón con Kazika en el hombro, mi mamá se acercó y me abrazó fuerte.

—Mira nada más, mijo… Al final, ese loro te salvó más de lo que piensas.

Me quedé callado, acariciando las plumas de Kazika. Pensé en todo lo que había perdido y en lo que había ganado: una nueva relación conmigo mismo, el cariño de mi familia y la certeza de que incluso en medio del dolor puede nacer algo bueno.

A veces me pregunto: ¿Cuántas veces nos aferramos a lo que nos duele solo porque nos da miedo soltar? ¿Y si lo que más tememos perder es justo lo que puede ayudarnos a sanar? ¿Ustedes qué harían en mi lugar?