Cuando el amor se rompe y la culpa recae en mí

—¡No me grites, Valeria!—. Mi voz tembló, pero no bajé la mirada. El eco de sus palabras aún vibraba en las paredes de la sala, mezclándose con el zumbido de la licuadora de la vecina y el bullicio de la avenida. —¡Tú me quitaste todo!— gritó mi hija, con los ojos llenos de lágrimas y rabia.

Nunca imaginé que el sacrificio de toda una vida se transformaría en una acusación tan cruel. Cuando Ernesto me dejó por esa mujer del trabajo, Valeria apenas balbuceaba sus primeras palabras. Recuerdo la noche en que él hizo la maleta, sin mirarme a los ojos, y me dijo: “No puedo más, Magda. Lo nuestro se acabó”. Yo me quedé paralizada, con Valeria dormida en mis brazos y el corazón hecho trizas.

Desde entonces, trabajé como una mula. Por las mañanas, limpiaba casas en el barrio de San Miguel; por las tardes, vendía empanadas en la esquina del colegio. Los fines de semana, aceptaba cualquier trabajo extra: lavar ropa ajena, cuidar niños, hasta barrer la plaza si era necesario. Todo para que a Valeria no le faltara nada.

—¿Por qué dices eso, hija?— pregunté, sintiendo cómo la garganta se me cerraba.

—¡Porque nunca tuve una infancia normal!— respondió, con la voz quebrada. —Siempre estabas trabajando, nunca estabas en mis actos del colegio, nunca me llevaste al parque como las otras mamás. Y ahora, después de todo, ni siquiera tengo para pagar la universidad. ¿Dónde está todo ese dinero que decías ahorrar para mí?

Me quedé en silencio. ¿Cómo explicarle que el dinero se iba en la renta, en la comida, en los uniformes, en los remedios cuando se enfermaba? ¿Cómo decirle que muchas veces me acostaba sin cenar para que ella pudiera llevar una lonchera decente al colegio?

La gente piensa que una madre soltera es una heroína, pero nadie ve las noches de llanto, el miedo a no llegar a fin de mes, la vergüenza de pedir fiado en la tienda. Nadie ve cómo te miran por encima del hombro en las reuniones de padres, como si tuvieras la culpa de todo.

Mi amiga Lucía siempre me decía: “Magda, no te mates tanto, los hijos no siempre agradecen”. Yo no le creía. Pensaba que Valeria, algún día, entendería. Pero ahora, verla ahí, tan llena de reproches, me hacía dudar de todo.

—¿Sabes cuántas veces me quedé sola en casa, esperando que llegaras?— continuó Valeria, con la voz más baja. —¿Sabes lo que es ver a tus amigas con sus papás y mamás juntos, y tú solo tienes a una mamá cansada y amargada?

Sentí que me ahogaba. ¿Amargada? Tal vez sí. El cansancio se me metió en los huesos hace años. Pero nunca dejé de quererla, nunca dejé de luchar por ella.

—Valeria, yo hice lo que pude— susurré. —Tu papá se fue y nunca volvió a mirar atrás. Yo sola tuve que sacar adelante esta casa. Si no estuve en tus actos, fue porque tenía que trabajar para que tuvieras zapatos y cuadernos. Si no te llevé al parque, fue porque estaba agotada. Pero todo lo hice por ti.

Ella me miró con los ojos llenos de lágrimas, pero también de resentimiento. —Eso dices tú. Pero yo siento que me robaste mi niñez. Y ahora, ni siquiera puedo estudiar lo que quiero porque no hay dinero. ¿De qué sirvió tanto sacrificio?

Me desplomé en la silla, sintiendo el peso de los años y de las decisiones. ¿De qué sirvió? ¿Acaso me equivoqué en todo?

Esa noche, después de que Valeria se encerró en su cuarto, llamé a Lucía. —No sé qué hacer— le dije, llorando como una niña. —Me siento una fracasada. Trabajé toda mi vida y ahora mi hija me odia.

Lucía suspiró al otro lado del teléfono. —Magda, los hijos a veces no entienden hasta que les toca vivirlo. No te culpes tanto. Pero habla con ella, cuéntale tu verdad. No dejes que el silencio los separe más.

Pasaron los días y el ambiente en la casa era irrespirable. Valeria apenas me dirigía la palabra. Yo trataba de acercarme, pero ella se encerraba más en su mundo. Hasta que una tarde, mientras lavaba los platos, escuché que hablaba por teléfono con su papá.

—Sí, papá, ya sé que tú tampoco tienes mucho dinero, pero al menos tú no me mentiste como mamá— decía, con la voz baja pero firme.

Sentí una punzada en el pecho. Ernesto nunca mandó un peso desde que se fue. Ni una llamada en los cumpleaños, ni una visita en Navidad. Pero ahora era el bueno, el que no mentía.

Esa noche, me armé de valor y toqué la puerta de su cuarto.

—¿Podemos hablar?— pregunté, con la voz temblorosa.

Valeria me miró con frialdad. —¿Para qué? ¿Para que me digas otra vez que todo lo hiciste por mí?

—No, hija. Solo quiero que sepas la verdad—. Me senté en la orilla de su cama y le conté todo: las veces que me humillaron en el trabajo, las noches que lloré de impotencia, los sueños que tuve que enterrar para que ella pudiera tener una oportunidad. Le hablé de la soledad, del miedo, del cansancio. Le conté cómo muchas veces pensé en rendirme, pero no lo hice porque ella era mi razón de seguir adelante.

Valeria escuchó en silencio, sin mirarme a los ojos. Cuando terminé, solo dijo: —No sé si algún día pueda perdonarte por todo lo que sentí. Pero supongo que tú también sufriste.

Me levanté y salí del cuarto con el corazón hecho pedazos. No sé si algún día mi hija entenderá todo lo que hice por ella. No sé si algún día dejará de culparme por lo que no pude darle.

Ahora, a mis cincuenta y dos años, me siento más sola que nunca. La gente murmura a mis espaldas, dicen que soy una fracasada, que ni siquiera pude criar bien a mi hija. Pero yo sé mi verdad.

¿De verdad una madre puede ser culpable por amar demasiado? ¿O es que en esta vida siempre terminamos pagando un precio demasiado alto por los sueños de otros?