Culpable de ser madre: La historia de Mariana

—¡Mariana, ya basta! —escuché la voz de mi suegra, doña Rosa, retumbando en el comedor mientras me arrebataba dos milanesas del plato—. Con razón no bajas de peso, hija. Deberías pensar en tu salud, y en tus hijos.

Me quedé helada, el tenedor suspendido en el aire, la mirada de mis tres hijos —Sofía, Emiliano y Tomás— clavada en mí, y el silencio incómodo de mi esposo, Javier, que apenas levantó la vista del celular. Sentí que el calor me subía a las mejillas, pero no dije nada. ¿Cómo responderle a la madre de tu esposo, la abuela de tus hijos, la mujer que siempre tiene la última palabra en esta casa?

Me llamo Mariana, tengo treinta y seis años y hace seis que me casé con Javier. Desde entonces, mi vida ha girado en torno a nuestra familia. Dejé mi trabajo como maestra de primaria para dedicarme a criar a nuestros hijos. Sofía tiene cinco años, Emiliano tres y Tomás apenas uno. Mi día empieza antes del amanecer y termina mucho después de que todos se han dormido. Pero, al parecer, nada de eso es suficiente.

La comida familiar de los domingos en casa de doña Rosa es una tradición inquebrantable. Todos los primos, tíos y cuñadas se reúnen alrededor de la mesa larga, y yo, como siempre, me siento al final, cerca de la cocina, lista para levantarme si alguno de mis hijos necesita algo. Hoy, mientras los niños jugaban en el patio, yo apenas probaba bocado, agotada por la semana y por la presión constante de ser la madre perfecta.

—Mira, Mariana, deberías aprender de Lucía —continuó doña Rosa, señalando a mi cuñada, que tiene una sola hija y una figura envidiable—. Ella sí sabe cuidarse. No es por criticar, pero uno debe verse bien para su marido.

Lucía sonrió con suficiencia. Sentí una punzada de rabia y vergüenza. ¿Por qué mi cuerpo, mi vida, mis decisiones, eran tema de conversación? ¿Por qué nadie defendía mi derecho a comer tranquila, a ser imperfecta, a ser simplemente yo?

—Mamá, déjala en paz —dijo Javier, finalmente, pero su voz fue débil, casi inaudible. Doña Rosa lo ignoró y siguió sirviendo más ensalada en mi plato, como si eso fuera a borrar las huellas de tres embarazos y noches sin dormir.

Esa noche, al llegar a casa, me encerré en el baño y me miré al espejo. Vi a una mujer con ojeras profundas, el cabello recogido a la carrera y una tristeza que no recordaba haber sentido antes. ¿En qué momento me convertí en la culpable de todo? Culpable de no estar delgada, de no tener la casa impecable, de no ser la esposa perfecta, de haber tenido tres hijos.

Recordé cuando Javier y yo soñábamos con una familia grande. «Vamos a ser felices, Mariana, nuestros hijos serán nuestra alegría», me decía. Pero la alegría se fue llenando de exigencias, de críticas veladas, de miradas de desaprobación. Mi propio cuerpo se volvió un campo de batalla: estrías, cicatrices, kilos de más. Y cada vez que intentaba hablar de cómo me sentía, me decían que exageraba, que así es la vida de las mujeres en México, que debía agradecer por tener salud y familia.

Una tarde, mientras recogía los juguetes del suelo, Sofía se acercó y me abrazó por la espalda.

—Mami, ¿por qué la abuela dice que estás gorda?

Sentí que el corazón se me rompía en mil pedazos. Me arrodillé y la miré a los ojos.

—No estoy gorda, mi amor. Mi cuerpo cambió porque te tuve a ti, a tus hermanos. Y eso es lo más hermoso que me ha pasado.

Pero la semilla de la duda ya estaba plantada. ¿Qué ejemplo les estaba dando a mis hijos? ¿Que una mujer debe avergonzarse de su cuerpo? ¿Que debe callar ante las críticas?

Esa noche, cuando Javier llegó del trabajo, lo enfrenté.

—¿Por qué nunca me defiendes? ¿Por qué permites que tu mamá me humille frente a todos?

Él suspiró, cansado.

—No es para tanto, Mariana. Mi mamá es así. Mejor ignórala.

—No puedo ignorarla cuando tus hijos la escuchan. Cuando yo misma empiezo a creer que tengo la culpa de todo.

Javier se encogió de hombros y se fue a ver la televisión. Me sentí más sola que nunca.

Los días pasaron y la presión aumentó. En el grupo de mamás del kinder, todas parecían competir por quién tenía la mejor lonchera, la casa más limpia, el cuerpo más esbelto. Yo apenas podía con el cansancio y la culpa. Una tarde, mientras esperaba a Sofía afuera de la escuela, escuché a dos mamás hablar de mí.

—Dicen que Mariana ya no trabaja. Que sólo está en la casa, pero ni así baja de peso.

Me tragué las lágrimas y caminé hacia mi hija, fingiendo que no había escuchado nada. Pero esa noche, mientras bañaba a Tomás, decidí que algo tenía que cambiar. No podía seguir viviendo para complacer a los demás, para cumplir expectativas imposibles.

Empecé a salir a caminar por las mañanas, antes de que todos despertaran. No para adelgazar, sino para respirar, para sentirme viva. Poco a poco, fui recuperando pedacitos de mí misma. Empecé a escribir en un cuaderno todo lo que sentía, todo lo que callaba. Un día, Sofía me encontró escribiendo y me preguntó qué hacía.

—Estoy contando mi historia, hija. Porque nadie más la va a contar por mí.

En la siguiente comida familiar, cuando doña Rosa intentó quitarme la comida del plato, la miré a los ojos y le dije, con voz firme:

—Gracias, doña Rosa, pero yo decido qué como y cuánto. Mi cuerpo es mío, y estoy orgullosa de lo que ha hecho por mi familia.

Hubo un silencio incómodo, pero esta vez no me sentí avergonzada. Sentí una fuerza nueva, una dignidad que creí perdida. Javier me miró sorprendido, y por primera vez en mucho tiempo, vi respeto en sus ojos.

Sé que el camino no será fácil. La presión social, las críticas, la culpa, seguirán ahí. Pero ahora sé que no estoy sola. Que mi valor no depende de la talla de mi ropa ni del juicio de los demás. Que ser madre no es una culpa, sino un acto de amor y valentía.

A veces me pregunto: ¿Cuántas mujeres más viven en silencio esta misma historia? ¿Cuándo vamos a dejar de juzgarnos y empezar a apoyarnos? ¿Y tú, qué harías si estuvieras en mi lugar?