Entre Dos Fuegos: Cómo Luché por el Amor de Mi Madre

—¿Vas a llamarla hoy? —me pregunta Alejandro mientras me sirve café en la mesa de la cocina, esa misma mesa donde hace tres meses lloré hasta quedarme sin lágrimas.

No respondo. Miro la taza, el vapor subiendo como si quisiera llevarse mis pensamientos lejos de aquí, lejos de este departamento en el centro de Puebla donde el silencio pesa más que cualquier palabra. Tres meses. Noventa días sin escuchar la voz de mi madre, sin sentir su abrazo, sin pelear ni reír juntas. Tres meses desde aquella noche en que todo se rompió.

Recuerdo el grito de mi madre, doña Carmen, retumbando en la sala de su casa: “¡Siempre haces lo que quieres, Lucía! ¡Nunca piensas en nadie más!” Yo, temblando de rabia y tristeza, le respondí: “¡No soy tu esclava, mamá! ¡Ya no soy una niña!” Mi hija, Valentina, miraba desde la puerta, con los ojos grandes y asustados. Alejandro intentó mediar, pero la herida ya estaba hecha. Salimos de la casa de mi madre bajo una lluvia torrencial, y desde entonces, ni una sola llamada, ni un mensaje, ni siquiera un saludo en el grupo familiar de WhatsApp.

La gente dice que el tiempo lo cura todo, pero yo siento que el tiempo solo hace que la herida se infecte. Alejandro insiste: “Lucía, tu mamá te necesita. No dejes que el orgullo te gane.” Pero él no entiende. No entiende lo que es crecer siendo la hija mayor de una mujer que nunca supo cómo amar sin exigir, sin controlar, sin herir. No entiende lo que es cargar con las expectativas de toda una familia, de una cultura donde la madre es sagrada y la hija debe obedecer.

En el trabajo, mis compañeras hablan de sus madres con ternura. “Mi mamá me mandó tamales para el desayuno”, dice Mariana. “La mía me cuida a los niños cuando trabajo tarde”, agrega Sofía. Yo solo sonrío y cambio de tema. Nadie sabe que mi corazón está partido en dos, que cada vez que veo a Valentina jugar sola en la sala, pienso en mi infancia, en los domingos de mercado con mi mamá, en las risas que ahora parecen tan lejanas.

Una tarde, mientras recojo los juguetes de Valentina, encuentro una carta vieja entre los libros. Es una carta que mi mamá me escribió cuando me fui a la universidad en Ciudad de México. “Te extraño, hija. No olvides que siempre serás mi niña.” Las lágrimas me caen sin permiso. ¿En qué momento dejamos de entendernos? ¿Cuándo se volvió tan difícil hablar?

Esa noche, Alejandro me abraza fuerte. “No puedes vivir así, Lucía. No puedes criar a Valentina enseñándole que el rencor es más fuerte que el amor.” Sus palabras me duelen porque sé que tiene razón. Pero también sé que no puedo volver como si nada hubiera pasado. Mi madre me hirió, y yo a ella. ¿Cómo se sana algo así?

Decido escribirle una carta. No tengo el valor de llamarla, pero sí de poner en palabras todo lo que siento. “Mamá, te extraño. No sé cómo arreglar lo que pasó, pero quiero intentarlo. No quiero que Valentina crezca sin su abuela. No quiero seguir viviendo entre el orgullo y la tristeza.” La dejo en el buzón de su casa una mañana lluviosa, temblando de miedo y esperanza.

Los días pasan lentos. Cada vez que suena el teléfono, mi corazón salta. Pero no es ella. Empiezo a pensar que tal vez nunca me perdonará, que tal vez esta distancia será para siempre. Alejandro me anima a no perder la fe. “Las madres siempre encuentran el camino de regreso”, dice.

Un domingo, mientras preparo chilaquiles para el desayuno, escucho un golpe en la puerta. Es mi hermana menor, Daniela. Trae los ojos rojos de tanto llorar. “Mamá está enferma, Lucía. No quiere ir al hospital. Dice que no tiene fuerzas.” Siento que el mundo se me viene encima. Sin pensarlo, agarro mi bolso y corro a la casa de mi madre.

La encuentro en su cuarto, pálida y débil, pero con los ojos llenos de lágrimas. “Perdóname, hija”, susurra apenas me ve. Me acerco y la abrazo como cuando era niña, como si ese abrazo pudiera borrar todos los años de dolor y orgullo. Lloramos juntas, sin palabras, solo lágrimas y caricias.

En los días siguientes, la cuido como ella me cuidó a mí. Le preparo su sopa favorita, le leo en voz alta, le cuento historias de Valentina. Poco a poco, el rencor se va desvaneciendo, reemplazado por una ternura nueva, más madura, más real. Hablamos mucho, de todo lo que nos dolió, de lo que esperamos una de la otra, de cómo podemos empezar de nuevo.

Un día, mientras vemos a Valentina jugar en el jardín, mi mamá me toma la mano. “Gracias por volver, hija. No quiero perderte nunca más.” Yo sonrío, con el corazón más ligero que nunca. Sé que no será fácil, que habrá días de discusión y lágrimas, pero también sé que el amor puede más que el orgullo.

Ahora, cuando escucho a mis amigas hablar de sus madres, ya no siento envidia ni tristeza. Siento gratitud por haber tenido el valor de buscar la reconciliación, por haber entendido que la familia no es perfecta, pero sí necesaria.

A veces me pregunto: ¿Cuántas familias viven separadas por el orgullo? ¿Cuántas hijas y madres se extrañan en silencio, esperando que la otra dé el primer paso? ¿Vale la pena perder años de amor por no saber pedir perdón?

¿Y tú, te atreverías a dar el primer paso hacia la reconciliación?