Mi hija ya no es mía: El dolor de una madre ante una relación tóxica

—¿Por qué no vino Ana? —preguntó mi esposo, con la voz quebrada, mientras apagaba la vela de su pastel de cumpleaños.

No supe qué responderle. La mesa estaba llena de comida, de risas forzadas, de miradas que evitaban el vacío de la silla de mi hija. Sentí una punzada en el pecho, esa que ya se ha vuelto costumbre desde que Ana se casó con Julián. Antes, mi hija era la primera en llegar, la que organizaba las fiestas, la que llenaba la casa de música y alegría. Ahora, ni siquiera una llamada.

Me encerré en la cocina, fingiendo que lavaba los platos, pero en realidad lloraba en silencio. Recordé la última vez que hablé con Ana. Fue hace dos semanas, cuando la llamé para invitarla al cumpleaños de su papá.

—No sé si pueda ir, mamá. Julián no quiere salir mucho últimamente —me dijo, con esa voz apagada que ya no reconozco.

—¿Pero por qué? Es el cumpleaños de tu papá. Solo serán unas horas, hija.

—Es que… él dice que mejor nos quedemos en casa. Que la familia no lo quiere. Que siempre lo miran feo.

Quise gritarle que eso no era cierto, que todos lo aceptamos por ella, que lo único que queríamos era verla feliz. Pero me mordí la lengua. No quería que se alejara más.

Desde que Ana conoció a Julián en la universidad, todo cambió. Al principio parecía un buen muchacho: educado, trabajador, de familia humilde como nosotros. Pero poco a poco, fui notando cosas. Ana dejó de salir con sus amigas, dejó de venir a casa los domingos, dejó de reírse como antes. Cuando le preguntaba, siempre tenía una excusa: que el trabajo, que estaba cansada, que Julián la necesitaba.

Una tarde, hace unos meses, la encontré llorando en el parque cerca de casa. Me acerqué y la abracé.

—¿Qué pasa, hija? —le pregunté, acariciándole el cabello como cuando era niña.

—Nada, mamá. Solo estoy cansada —me respondió, secándose las lágrimas rápido, como si tuviera miedo de que alguien la viera.

Pero yo sabía que no era solo cansancio. Sabía que algo no estaba bien. Lo sentía en el alma, como solo una madre puede sentirlo. Quise hablar con Julián, pero Ana me lo prohibió.

—Por favor, mamá. No te metas. Todo está bien. Solo estamos pasando por un mal momento.

Pero ese «mal momento» se ha vuelto eterno. Ana ya no es la misma. Sus ojos ya no brillan. Su voz ya no canta. Y yo me siento impotente, viendo cómo se apaga poco a poco.

En el barrio, la gente murmura. «Pobre Ana, tan alegre que era». «Ese Julián no me da buena espina». «Dicen que ni la deja usar el celular». Yo solo bajo la cabeza y sigo caminando. No quiero que la gente tenga razón. No quiero aceptar que mi hija está atrapada en una relación tóxica.

Mi esposo, don Ernesto, es hombre de pocas palabras. Pero desde que Ana se alejó, lo veo más callado, más triste. A veces lo encuentro mirando su foto de graduación, la misma que colgamos en la sala con tanto orgullo. Él tampoco sabe qué hacer. Los dos nos sentimos viejos y cansados, como si la vida nos hubiera quitado lo más valioso.

Una noche, Ana me llamó llorando. Era tarde, casi la medianoche.

—Mamá, ¿puedo ir a casa? —me preguntó, con la voz temblorosa.

—Claro, hija. Aquí siempre tienes tu casa. ¿Qué pasó?

—Nada… solo quiero estar contigo un rato.

Llegó a los veinte minutos, con el rostro hinchado de tanto llorar. La abracé fuerte, como si pudiera protegerla de todo el dolor del mundo. No pregunté nada. Solo le preparé un té y me senté a su lado en silencio.

—A veces siento que ya no soy yo, mamá —me confesó, mirando el piso—. Siento que me estoy perdiendo.

—No tienes que quedarte donde no eres feliz, hija. Aquí estamos tu papá y yo. Siempre.

Me miró con esos ojos grandes, llenos de miedo y tristeza.

—Pero lo amo, mamá. Y él dice que sin mí no puede vivir. Que si lo dejo, se muere.

Sentí rabia, impotencia, dolor. ¿Cómo le explico que eso no es amor? ¿Cómo le hago ver que el amor no duele, que el amor no encierra, que el amor no controla?

Esa noche se quedó a dormir en su cuarto de siempre. La escuché llorar hasta quedarse dormida. Al día siguiente, se fue temprano, antes de que su papá despertara. Me dejó una nota: «Gracias, mamá. No sé qué haría sin ti».

Desde entonces, la veo menos. Cada vez que llamo, Julián contesta el teléfono y dice que Ana está ocupada. Cuando le escribo mensajes, los lee pero no responde. A veces pienso en ir a buscarla, pero mi esposo me detiene.

—No podemos obligarla, María. Tiene que darse cuenta sola.

Pero ¿y si nunca se da cuenta? ¿Y si la pierdo para siempre?

En el mercado, las vecinas me preguntan por Ana. Yo sonrío y digo que está bien, que está ocupada con el trabajo y el marido. Pero por dentro, me siento vacía. Siento que he fallado como madre. ¿En qué momento dejé de ser su refugio? ¿En qué momento permití que alguien la apagara así?

A veces sueño que Ana vuelve a casa, que vuelve a reír, que vuelve a ser la niña que corría por el patio con los pies descalzos. Pero despierto y la realidad me golpea de nuevo.

Hoy, mientras escribo esto, no sé si Ana está bien. No sé si algún día volverá a ser la de antes. Solo sé que la amo, que siempre la esperaré, que aquí tiene su casa y su familia.

¿Hasta dónde debe llegar una madre para salvar a su hija? ¿Cuándo es momento de soltar y confiar en que encontrará su camino? ¿Ustedes qué harían en mi lugar?