Cuando la verdad duele: El relato de Mariana y la justicia en Lima

—¡Señorita, deténgase!—. La voz retumbó en la avenida Wilson, entre el bullicio de los buses y el eco de mis propios pasos apurados. Sentí cómo la sangre se me helaba. Era tarde, y yo solo quería llegar a casa después de una jornada agotadora en la universidad. Pero en Lima, a veces la noche es más oscura de lo que parece.

Me llamo Mariana Torres. Tenía 22 años cuando la vida me enseñó que la justicia, en mi país, es un lujo para pocos. Aquella noche, dos policías me interceptaron bajo la luz mortecina de un poste. Uno de ellos, el más joven, me miró con desconfianza, mientras el otro, de rostro endurecido, me exigió los documentos.

—¿Por qué me detienen?— pregunté, intentando que mi voz no temblara.

—Control de rutina—, respondió el mayor, sin mirarme a los ojos.

No era la primera vez que escuchaba esa excusa. En mi barrio, La Victoria, todos sabíamos que los controles de rutina eran la excusa perfecta para extorsionar, intimidar o, simplemente, recordarnos que no éramos nadie frente al uniforme. Les entregué mi DNI y mi carnet universitario. El joven lo revisó, pero el mayor insistió:

—¿Qué llevas en la mochila?

—Solo libros y mi laptop—, respondí, abriéndola para que vieran.

El mayor metió la mano sin permiso y comenzó a revolver mis cosas. Sentí rabia, impotencia. Sabía que no podían hacer eso, que tenía derechos, pero también sabía que protestar podía costarme caro. Recordé a mi madre, Rosa, advirtiéndome siempre: «No te metas en problemas, hija. Aquí la policía no protege, asusta».

Pero esa noche, algo en mí se quebró. Tal vez fue el cansancio, o la indignación acumulada de años viendo a mi gente humillada. Me armé de valor y dije:

—No tienen derecho a revisar mis cosas sin una orden.

El mayor me miró, sorprendido. El joven se puso nervioso. Sentí el peso de su autoridad, pero también el de mi dignidad. No podía quedarme callada.

—¿Te crees abogada?— escupió el mayor, acercándose demasiado. Olía a sudor y a poder mal usado.

—Solo conozco mis derechos—, respondí, aunque la voz me temblaba.

El mayor sonrió con desprecio. Me devolvió los documentos y, antes de irse, murmuró:

—Ten cuidado, muchacha. Aquí nadie te va a salvar si te pasa algo.

Me quedé paralizada, viendo cómo se alejaban. Sentí miedo, sí, pero también una furia que me quemaba por dentro. Caminé rápido hasta mi casa, con el corazón desbocado. Al llegar, mi madre me esperaba en la puerta, preocupada.

—¿Por qué tardaste tanto, Mariana?—

Le conté todo, con la voz entrecortada. Ella me abrazó fuerte, como si pudiera protegerme del mundo. Pero yo sabía que el miedo no se iba con un abrazo. Esa noche no dormí. Pensé en denunciar, pero también en las historias de vecinos que terminaron peor por atreverse a hablar. Recordé a mi primo, Javier, que fue golpeado por la policía solo por estar en el lugar equivocado. En Perú, la justicia es una moneda lanzada al aire.

Al día siguiente, en la universidad, le conté a mis amigos. Algunos me dijeron que era mejor olvidar, que no valía la pena buscar problemas. Pero mi mejor amiga, Lucía, me miró a los ojos y dijo:

—Si tú no hablas, ¿quién lo hará?—

Esa pregunta me persiguió toda la semana. Veía a los policías en cada esquina y sentía el estómago encogido. Pero también sentía una responsabilidad. No solo por mí, sino por todas las Marianas que caminan con miedo por las calles de Lima.

Decidí escribir mi historia en redes sociales. No mencioné nombres, pero describí todo con detalles. La publicación se volvió viral. Recibí mensajes de apoyo, pero también amenazas anónimas. Mi madre se asustó más que nunca.

—¿Qué ganas con esto, hija?—

—Que sepan que no estamos solas, mamá. Que no pueden callarnos siempre.—

Un periodista local me contactó para entrevistarme. Dudé mucho antes de aceptar. Sabía que podía ponerme en peligro, pero también sentía que era mi deber. Durante la entrevista, conté mi historia con la voz firme, aunque por dentro temblaba. Hablé de la corrupción, del miedo cotidiano, de la necesidad de cambiar las cosas.

La entrevista salió en la televisión local. Mi familia se dividió: algunos me apoyaron, otros me acusaron de buscar problemas y avergonzar el apellido. Mi tío Ernesto, policía retirado, me llamó furioso:

—¡Estás exagerando! No todos somos iguales.—

—Pero muchos sí lo son, tío. Y el silencio los protege.—

La discusión terminó con gritos y lágrimas. Mi abuela, Carmen, intentó mediar:

—La justicia empieza en casa, hijita. Pero también hay que saber cuándo luchar y cuándo protegerse.—

Las semanas siguientes fueron un torbellino. Recibí invitaciones para hablar en foros estudiantiles y organizaciones de derechos humanos. Conocí a otras víctimas de abuso policial. Escuché historias peores que la mía: golpes, robos, amenazas. Sentí rabia, pero también esperanza al ver que no estaba sola.

Pero el miedo nunca se fue del todo. Una noche, al regresar de una charla, noté que un patrullero me seguía. Apuré el paso, el corazón me latía en la garganta. Llegué a casa y lloré en silencio. Mi madre me abrazó otra vez.

—¿Vale la pena todo esto?— susurró.

No supe qué responderle. A veces sentía que luchaba contra un monstruo demasiado grande. Pero otras veces, cuando recibía mensajes de chicas agradeciéndome por darles valor, sentía que sí valía la pena.

Un día recibí una carta anónima bajo la puerta: «Cállate o te va a ir peor». El miedo volvió con fuerza. Pensé en dejar todo, en volver a ser invisible. Pero recordé las palabras de Lucía: «Si tú no hablas, ¿quién lo hará?».

Hoy sigo luchando. No sé si algún día la justicia será real para todos en mi país. Pero sé que el silencio solo alimenta el abuso. Mi historia es solo una entre miles, pero si sirve para que una sola persona pierda el miedo, habrá valido la pena.

A veces me pregunto: ¿Cuántas Marianas más tienen que callar para que algo cambie? ¿Y tú, te atreverías a alzar la voz aunque te tiemble el alma?