El Domingo Que Me Robó la Voz: Una Historia de Ausencias
El domingo me despertó una ausencia. No era el silencio habitual de la mañana, ese que se cuela entre los edificios de la colonia Narvarte cuando la ciudad todavía bosteza. Era un silencio espeso, como si alguien hubiera apagado el mundo y dejado solo el eco de mi respiración. Me quedé tendida unos segundos, esperando escuchar el ruido de la cafetera o el crujido de las bolsas del pan. Pero nada.
—¿Julián? —llamé, mi voz rebotando contra las paredes vacías.
Me levanté, sintiendo el frío del piso en los pies descalzos. La cama estaba intacta de su lado, ni una arruga. Caminé hacia el clóset y ahí lo supe: su ropa ya no estaba. Ni sus camisas, ni sus tenis viejos, ni siquiera el suéter azul que tanto odiaba. El cajón de los calcetines, vacío. El estante de los libros, con huecos donde antes estaban sus novelas de García Márquez y sus manuales de electrónica.
Corrí al baño. No había cepillo de dientes, ni su loción barata, ni el peine con el que se peinaba el cabello rebelde. El celular, apagado. Le marqué tres veces, cuatro, cinco. Mensaje: “El usuario no puede recibir llamadas en este momento”.
Me senté en el borde de la tina, abrazando mis rodillas. El corazón me latía tan fuerte que pensé que los vecinos lo escucharían. ¿Se fue? ¿Por qué? ¿Y si le pasó algo? Pero no había señales de violencia, ni una nota, ni un mensaje. Solo el vacío.
La primera persona a la que llamé fue a mi mamá. Su voz, siempre tan firme, se quebró al escucharme.
—¿Otra vez, hija? ¿No te das cuenta que ese hombre nunca estuvo del todo contigo?
—No digas eso, mamá. No lo entiendes.
—Claro que lo entiendo. Yo también fui abandonada por tu papá. Así son los hombres, siempre buscando una excusa para huir.
Colgué antes de que pudiera seguir. No quería escuchar su amargura, no hoy. Me vestí con lo primero que encontré y salí a la calle, esperando verlo en la panadería, en el puesto de jugos, en la esquina donde siempre saludaba al señor del periódico. Pero nada. Solo la ciudad, indiferente, tragándose mi angustia.
Las horas pasaron lentas. Revisé su Facebook, su Instagram, su correo. Todo igual: la última foto juntos en Coyoacán, sonriendo como si nada pudiera rompernos. Le escribí a su mejor amigo, Ernesto.
—No sé nada de él desde el viernes —me respondió por WhatsApp—. ¿Peleaste con él?
No, no peleamos. Al menos no esa noche. Pero la semana anterior habíamos discutido por dinero, por mi trabajo en la editorial, por su cansancio, por mi insistencia en tener un hijo. ¿Fue eso? ¿Lo asusté?
La noche cayó y la ciudad se llenó de luces y ruidos. Yo seguía ahí, sentada en la sala, mirando la puerta como si pudiera abrirse en cualquier momento. Recordé la última vez que discutimos fuerte, cuando le grité que me sentía sola incluso cuando él estaba a mi lado.
—¿Por qué no me hablas? —le dije esa vez—. ¿Por qué siempre tienes la cabeza en otro lado?
Él solo bajó la mirada y murmuró:
—No sé cómo estar aquí sin sentir que me ahogo.
¿Eso era? ¿Se ahogaba conmigo? ¿Con nuestra vida de rutinas, cuentas por pagar y sueños postergados?
El lunes fui a trabajar como un fantasma. Mis compañeras me miraban con lástima. Una de ellas, Mariana, me llevó un café y me susurró:
—¿Quieres hablar?
Negué con la cabeza. ¿Qué iba a decir? Que mi esposo se había ido sin decir adiós, como si yo fuera un mueble más del departamento.
Esa tarde, su hermana, Lucía, me llamó. Su voz era un susurro tembloroso.
—No sé dónde está, Ana. Pero… hace meses que lo noto raro. Mamá dice que está deprimido desde que perdió el trabajo en la fábrica.
No lo sabía. O no quise verlo. Julián siempre fue orgulloso, incapaz de pedir ayuda. Yo estaba tan ocupada con mis propios miedos que no vi los suyos.
Esa noche, revisé nuestros mensajes antiguos. Encontré uno de hace dos años, cuando recién llegamos a la ciudad desde Veracruz:
“Prometo no dejarte nunca sola en este monstruo de ciudad”, me había escrito.
Lloré hasta quedarme dormida.
Los días siguientes fueron una mezcla de esperanza y resignación. Fui a la policía, pero me dijeron que tenía que esperar 72 horas para reportarlo como desaparecido. Fui al hospital general, pregunté en los albergues, recorrí las calles donde solíamos caminar los domingos. Nadie lo había visto.
Mi mamá insistía en que volviera a Veracruz.
—Aquí no tienes nada, hija. Ven a casa.
Pero yo no quería regresar derrotada. No quería ser la mujer abandonada de la que todos hablarían en el pueblo.
Una noche, mientras cenaba sola, recibí un mensaje desconocido: “Ana, estoy bien. Necesito tiempo. No busques más”.
Era su número, pero el mensaje era frío, distante. Lloré de rabia. ¿Eso era todo? ¿Un mensaje para cerrar siete años juntos?
Pasaron semanas. Aprendí a vivir con su ausencia, a llenar el departamento con mi propia voz. Empecé a salir con Mariana a caminar por el parque México, a visitar museos sola, a leer en las cafeterías donde antes íbamos juntos. Poco a poco, el dolor se volvió menos punzante.
Un día, Lucía me llamó para decirme que Julián estaba en Puebla, viviendo con un primo y trabajando en una fábrica de autopartes. No quería volver, al menos no por ahora.
No hubo final feliz. No hubo reconciliación ni explicaciones largas. Solo la certeza de que a veces el amor no basta para sostener dos vidas rotas.
Hoy, meses después, me miro al espejo y apenas reconozco a la mujer que era antes. Aprendí que la soledad puede ser un refugio y no solo un castigo. Que a veces hay que perderlo todo para encontrarse a una misma.
Me pregunto: ¿cuántas mujeres en esta ciudad despiertan un domingo y descubren que su vida cambió para siempre? ¿Cuántas se atreven a reconstruirse desde el silencio? ¿Y tú, qué harías si te tocara empezar de nuevo?