La propuesta de mi suegra: Entre la lluvia y la traición
—¿Y entonces, Lucía? ¿Qué vas a decidir? —La voz de mi suegra, doña Carmen, retumbó en la sala, mezclándose con el golpeteo de la lluvia contra las ventanas del departamento.
Me quedé helada, con la taza de café temblando entre mis manos. Mi esposo, Andrés, miraba el piso, incapaz de sostenerme la mirada. Sabía que esa noche no era una visita cualquiera. Desde que llegué a la familia, sentí que nunca fui suficiente para ellos, especialmente para Carmen, que siempre encontraba una forma de recordarme que yo era «la muchacha de barrio» que se casó con su hijo ingeniero.
—No entiendo por qué tanta vuelta, mamá —dijo Andrés, pero su voz era apenas un susurro. Carmen lo ignoró y se volvió hacia mí, con esa sonrisa que nunca llegaba a sus ojos.
—Mira, Lucía, tú sabes que mi departamento en la Colonia Roma es más grande y está mejor ubicado. Si intercambiamos, tú y Andrés podrían tener más espacio para los niños… cuando lleguen —remarcó, como si mi infertilidad fuera un secreto a voces.
Sentí que me ahogaba. No era la primera vez que Carmen intentaba meterse en nuestras vidas, pero esta vez era diferente. Había una condición: yo debía transferirle la escritura de nuestro departamento en Coyoacán a su nombre. «Por seguridad», dijo. «Para que todo quede en familia». Pero yo sabía que detrás de esa propuesta había algo más. Carmen nunca daba puntada sin hilo.
Me levanté y fui a la cocina, tratando de calmarme. Recordé los años que pasé trabajando para ahorrar y comprar ese pequeño departamento. Mi madre, que vendía tamales en la esquina, siempre me decía: «Lo único que nadie te puede quitar es tu casa, hija». Y ahora, mi suegra quería que se lo entregara así, sin más.
Esa noche, después de que Carmen se fue, Andrés y yo discutimos. Él decía que era una buena oportunidad, que su mamá solo quería ayudarnos. Pero yo no podía dejar de pensar en todas las veces que Carmen había manipulado a la familia: cuando convenció a su cuñada de vender la casa de los abuelos y luego la dejó sin nada; cuando hizo que su propio hermano firmara unos papeles que lo dejaron en la calle.
—¿Y si después nos quedamos sin nada? —le pregunté a Andrés, con lágrimas en los ojos.
—No va a pasar, Lucía. Mi mamá no es así…
—¿De verdad lo crees? —le interrumpí—. ¿O solo tienes miedo de enfrentarte a ella?
Andrés se quedó callado. Esa noche dormimos de espaldas, cada uno abrazando sus propios miedos.
Los días siguientes fueron un infierno. Carmen llamaba todos los días, presionando para que firmáramos los papeles. Mis cuñadas me enviaban mensajes pasivo-agresivos: «Qué suerte tienes de tener una suegra tan generosa». En el trabajo, no podía concentrarme. Mi jefe me llamó la atención por distraída. Hasta mi mamá notó que algo andaba mal.
—No te dejes, Lucía —me dijo una tarde, mientras preparábamos café en su cocina—. Esa señora siempre ha querido controlarte. No le des el gusto.
Pero el miedo me paralizaba. ¿Y si Andrés se enojaba tanto que me dejaba? ¿Y si toda la familia me daba la espalda? Pensé en mi padre, que nos abandonó cuando yo era niña. No quería perder otra familia.
Una noche, mientras lavaba los platos, escuché a Andrés hablando por teléfono con Carmen. No pude evitar escuchar:
—Sí, mamá… Ya sé… Pero Lucía no está segura… Sí, yo también creo que está exagerando…
Sentí una rabia y una tristeza tan profundas que me temblaron las piernas. ¿Era exagerada por querer proteger lo poco que tenía? ¿Por no confiar en una mujer que nunca me aceptó?
Al día siguiente, decidí enfrentar a Carmen. Fui a su departamento en la Roma. Me abrió la puerta con su sonrisa falsa.
—¿Ya lo pensaste mejor, Lucía? —me preguntó, sirviéndome un té que no toqué.
—Sí, doña Carmen. Y quiero ser clara: no voy a transferirle mi departamento. Si quiere ayudarnos, podemos buscar otra forma. Pero mi casa es lo único que tengo y no voy a ponerla en riesgo.
Vi cómo su rostro cambiaba. La sonrisa desapareció y sus ojos se endurecieron.
—¿Así me pagas todo lo que he hecho por ti? —me espetó—. Eres una malagradecida.
—No es ingratitud —le respondí, con la voz temblorosa pero firme—. Es dignidad.
Salí de ahí sintiéndome más ligera y más fuerte. Sabía que la guerra apenas comenzaba. Andrés se enojó cuando le conté, pero por primera vez le vi dudar de su madre. Las llamadas y los mensajes hirientes continuaron por semanas, pero poco a poco aprendí a ignorarlos.
Un día, Andrés llegó del trabajo y me abrazó en silencio. No dijo nada, pero sentí que algo había cambiado entre nosotros. Tal vez nunca sería parte de esa familia como ellos querían, pero al menos ahora sabía que podía defenderme.
A veces me pregunto: ¿cuántas mujeres han tenido que elegir entre su dignidad y la aceptación de una familia política? ¿Cuántas han perdido lo poco que tienen por miedo a quedarse solas?
¿Tú qué habrías hecho en mi lugar? ¿Vale la pena arriesgarlo todo por complacer a otros?