Después del derrumbe: reconstruyendo mi hogar y mi corazón

—¿Otra vez llegás tarde, mamá? —La voz de mi hija, Lucía, retumba en el pasillo angosto del departamento alquilado. El eco se mezcla con el olor a humedad y el ruido de la lluvia golpeando los vidrios. Me detengo, empapada, con las bolsas del supermercado cortándome los dedos. No sé si contestar o dejar que el silencio hable por mí.

Hace seis meses, mi vida era otra. Tenía una casa grande en Quilmes, un jardín donde Lucía jugaba con su perro y un marido que, creía yo, era mi compañero para siempre. Pero la traición llegó como un trueno en verano: inesperada, brutal, imposible de ignorar. Encontré los mensajes en su celular una tarde cualquiera, mientras preparaba milanesas. «Te extraño, amor», decía ella. «Pronto voy a dejarla», respondía él.

El divorcio fue rápido y cruel. Él se quedó con la casa porque estaba a su nombre. Yo, con una valija, una hija confundida y una rabia que me quemaba por dentro. Mi mamá me ofreció volver a su casa en Avellaneda, pero no podía soportar la idea de volver a ser «la hija fracasada». Así que alquilé este departamento diminuto, con paredes descascaradas y vecinos que gritan a cualquier hora.

Las primeras noches lloré en silencio, abrazada a Lucía. Ella dormía con la boca entreabierta, ajena a mis miedos. Yo pensaba en todo lo que había perdido: mi hogar, mi estabilidad, mi confianza en los hombres. Me prometí que nunca más dejaría que alguien tuviera tanto poder sobre mi vida.

Pero la vida es terca. Un día, en la fila del banco, conocí a Tomás. Alto, moreno, con una sonrisa tímida y manos grandes de obrero. Me ayudó a recoger los papeles que se me cayeron y terminamos tomando un café en la esquina. Hablamos de todo: de fútbol, de política, de hijos. Me hizo reír por primera vez en meses.

Empezamos a vernos cada tanto. Tomás era diferente a mi exmarido: sencillo, trabajador, cariñoso con Lucía. Pero cada vez que me abrazaba, sentía una punzada de miedo. ¿Y si me volvía a equivocar? ¿Y si volvía a perderlo todo?

Una noche, mientras cenábamos pizza en la mesa improvisada del living, Lucía preguntó:
—¿Tomás va a venir a vivir con nosotras?
Me atraganté con la muzzarella. Tomás me miró, esperando mi respuesta. Sentí el peso de la decisión sobre mis hombros.
—No lo sé, hija —dije, evitando su mirada—. Por ahora, estamos bien así.

Pero la pregunta quedó flotando en el aire. Tomás empezó a quedarse más seguido. Traía facturas los domingos y arreglaba las goteras del baño. Mi mamá me llamaba todos los días para advertirme:
—No te apures, Mariana. Los hombres cambian cuando se sienten cómodos.
Yo le respondía que no era igual, pero en el fondo compartía su miedo.

Un sábado, mientras limpiaba la cocina, encontré una caja de cigarrillos en el cajón de los cubiertos. Tomás me había prometido que no fumaba. La desconfianza me golpeó como una ola fría. ¿Qué más me estaría ocultando?

Esa noche, lo enfrenté:
—¿Por qué me mentiste?
Tomás bajó la cabeza, avergonzado.
—No quería que pensaras mal de mí. Sé que te cuesta confiar.

Me sentí ridícula. ¿Era justo juzgarlo por una mentira tan pequeña? ¿O era la herida de mi pasado hablando por mí?

Los días pasaron y la tensión creció. Lucía se volvió más callada. Una tarde, la encontré llorando en su cuarto.
—Extraño mi casa, mamá. Extraño a papá. No quiero otro papá.

La abracé fuerte, sintiendo que el mundo se me venía abajo otra vez. ¿Estaba haciendo lo correcto? ¿O estaba arrastrando a mi hija a otro desastre?

Esa noche, salí al balcón y miré las luces de la ciudad. Pensé en todo lo que había luchado para llegar hasta aquí. En las veces que me caí y volví a levantarme. En el miedo que me paralizaba cada vez que sentía que podía ser feliz.

Tomás salió y se sentó a mi lado.
—No quiero reemplazar a nadie —dijo en voz baja—. Solo quiero estar con ustedes, si me dejan.

Lloré en silencio, por todo lo perdido y por todo lo que todavía podía perder. Pero también por la esperanza de que, tal vez, esta vez sí pudiera construir un hogar desde el amor y no desde el miedo.

Hoy sigo aquí, en este departamento pequeño pero lleno de vida. Tomás sigue viniendo los domingos, Lucía sonríe un poco más y yo trato de confiar, aunque me cueste. Porque sé que la única forma de sanar es arriesgarse de nuevo.

A veces me pregunto: ¿cuántas veces puede una mujer reconstruirse antes de perder la fe? ¿Y si esta vez sí es posible volver a empezar? ¿Ustedes qué harían en mi lugar?