El precio de un verano: la abuela, la playa y el silencio de mi hija
—Mariana, ¿me vas a dar el dinero o no? —La voz de mi madre retumba en la cocina, mientras revuelve el café con una cucharita oxidada. Afuera, el calor de Guadalajara se cuela por la ventana y me recuerda que el verano está aquí, aunque para mí solo signifique más trabajo y menos tiempo con mi hija.
Respiro hondo. Mi hija Camila está en su cuarto, haciendo dibujos de sirenas y castillos de arena. No sabe que su abuela planea un viaje a la playa para ella y su primo Emiliano. O mejor dicho, para Emiliano. Porque Camila no irá. No después de lo que pasó el año pasado.
—Mamá, ya te dije que este año Camila no puede ir —le respondo, bajando la voz para que Camila no escuche—. Tiene miedo del mar desde aquella vez que casi se ahoga.
Mi madre chasquea la lengua, impaciente. —Pero igual necesito que me des el dinero. El viaje es para los dos niños. Emiliano no tiene la culpa de nada.
Me quedo callada. Sé que mi hermano Luis apenas llega a fin de mes con su trabajo en la fábrica, y mi madre siempre ha tenido debilidad por él y por Emiliano. Pero pedir dinero para un viaje en el que mi hija no participará… eso me duele. Siento cómo se me aprieta el pecho.
—¿No te parece injusto? —le pregunto—. ¿Por qué tengo que pagar por algo que Camila no va a disfrutar?
Mi madre me mira con esos ojos duros que solo ella sabe poner. —Porque somos familia, Mariana. Y porque Emiliano también es tu sangre. ¿O ya se te olvidó lo que significa ser solidaria?
La palabra «solidaria» me golpea como una bofetada. Recuerdo cuando era niña y mi madre vendía tamales en la esquina para darnos de comer. Recuerdo cómo compartíamos todo, hasta los sueños. Pero ahora todo parece diferente. Ahora hay cuentas por pagar, resentimientos viejos y silencios incómodos en la mesa.
Camila aparece en la puerta, con su cuaderno en la mano. —¿Mami, puedo ir a ver a la abuela? Quiero enseñarle mi dibujo.
Mi madre sonríe y abre los brazos. —Ven, mi reina. ¿Sabes qué? Pronto vamos a ir al mar otra vez.
Camila se queda quieta, los ojos grandes y asustados. —¿Tengo que meterme al agua?
—No, mi amor —le digo rápido—. No tienes que hacer nada que no quieras.
Mi madre suspira fuerte, como si estuviera cansada de mis precauciones. —Ay, Mariana, así nunca va a superar sus miedos.
Cuando Camila se va al patio, mi madre vuelve a la carga:
—Mira, si no me das el dinero hoy, no puedo reservar el hotel. Y ya le prometí a Emiliano que íbamos a ir todos juntos.
—Pero no vamos todos juntos —le respondo—. Solo vas tú y Emiliano.
—¿Y qué quieres que haga? ¿Dejarlo sin vacaciones porque tu hija tiene miedo? ¿O porque tú no quieres ayudar?
Siento las lágrimas ardiendo detrás de los ojos. No es solo el dinero; es todo lo que está detrás: las veces que mi madre prefirió a Luis porque era hombre, las veces que me dijo que yo tenía que ser fuerte porque era mujer. Las veces que sentí que tenía que cargar con todo sola.
—No es justo, mamá —susurro—. Siempre es lo mismo.
Ella se levanta bruscamente y recoge su bolso. —Haz lo que quieras. Pero recuerda: cuando tú eras niña, yo nunca te negué nada.
La veo salir por la puerta y siento una mezcla de rabia y tristeza. Camila regresa y me abraza por la cintura.
—¿Por qué estás triste, mami?
Le acaricio el cabello y le sonrío como puedo. —No estoy triste, solo cansada.
Esa noche, Luis me llama por teléfono.
—Oye, Mariana… ¿qué pasó con lo del viaje? Mamá dice que no le diste el dinero.
Me muerdo el labio para no gritarle.
—Luis, ¿tú sabes cuánto cuesta todo esto? ¿Sabes lo difícil que es para mí juntar ese dinero?
Él suspira al otro lado de la línea.
—Mira, yo tampoco puedo ayudar mucho… pero Emiliano está tan ilusionado…
Cuelgo antes de decir algo de lo que me arrepienta. Me siento sola en medio de una familia donde todos esperan algo de mí, pero nadie pregunta cómo estoy yo.
Al día siguiente encuentro a mi madre en el mercado, vendiendo flores como cuando era niña. Me acerco y le dejo un sobre con algo de dinero.
—No es todo lo que pediste —le digo—. Pero es lo que puedo dar.
Ella me mira sin decir nada y guarda el sobre en silencio.
Esa tarde le explico a Camila:
—Este año no vas a ir a la playa con la abuela y Emiliano. Pero podemos ir al parque juntas y hacer un picnic si quieres.
Ella asiente despacio y me abraza fuerte.
En la noche escucho a mi madre hablando con Luis por teléfono:
—Mariana siempre fue así… demasiado sensible para este mundo…
Me quedo mirando el techo y pienso en todo lo que callamos las mujeres en esta familia: los sacrificios invisibles, las heridas viejas, las ganas de ser vistas más allá del rol de hijas o madres o proveedoras.
¿Hasta cuándo vamos a seguir pagando precios tan altos por mantener una idea de familia? ¿Cuándo aprenderemos a poner límites sin sentirnos culpables?