¿Puede el amor sobrevivir a los retos de una familia ensamblada?

—¿Por qué no me quieren aquí?— pregunté en voz baja, mientras escuchaba las risas apagadas de los hijos de Patricia detrás de la puerta. Era la tercera noche que cenaban sin mí, aunque yo había cocinado. Me llamo Emiliano, tengo 38 años, y hace dos años creí que el amor podía con todo.

Patricia llegó a mi vida como un huracán. La conocí en una feria del libro en Guadalajara. Su risa era contagiosa, sus ojos tenían ese brillo de quien ha sufrido pero aún cree en la esperanza. Nos enamoramos rápido, como si el tiempo nos persiguiera. Ella tenía dos hijos: Valeria, de 13 años, y Tomás, de 9. Yo nunca había tenido hijos propios, pero pensé que el amor bastaría para construir algo nuevo.

La primera vez que conocí a Valeria y Tomás fue en un parque. Patricia me apretó la mano antes de presentarme. —No te preocupes, son buenos niños— susurró. Pero Valeria apenas me miró y Tomás se escondió detrás de su madre. Sentí un frío en el estómago, pero lo ignoré. Pensé que era cuestión de tiempo.

Al principio todo fue una aventura: paseos al zoológico, tardes de películas, helados en la plaza. Pero pronto llegaron las miradas incómodas de los vecinos y los comentarios en voz baja de mi propia familia. —¿Por qué te metes con una mujer que ya tiene hijos?— preguntó mi hermano Javier una noche, mientras tomábamos cerveza en la terraza. —No es tu responsabilidad cargar con lo que dejó otro hombre.—

Me dolió escucharlo, pero más me dolía la forma en que Patricia bajaba la mirada cuando alguien le preguntaba por el papá de sus hijos. Él se había ido a Monterrey con otra mujer y apenas llamaba cada dos meses. Yo trataba de llenar ese vacío, pero a veces sentía que era invisible.

Una tarde, mientras ayudaba a Tomás con su tarea de matemáticas, él me miró serio y dijo: —Tú no eres mi papá.— Me quedé helado. No supe qué responderle. Patricia entró justo en ese momento y lo abrazó. —Emiliano solo quiere ayudarte— le dijo, pero Tomás se soltó y corrió a su cuarto.

Las cosas empeoraron cuando Patricia perdió su trabajo como maestra. Empezaron las discusiones por dinero, por los horarios, por quién iba a buscar a los niños a la escuela. Yo trabajaba en una agencia de publicidad y a veces llegaba tarde; ella se sentía sola y sobrepasada. Una noche discutimos tan fuerte que Valeria salió llorando del cuarto y gritó: —¡Ojalá nunca hubieras llegado a nuestras vidas!—

Me encerré en el baño y lloré como no lo hacía desde niño. ¿Qué estaba haciendo mal? ¿Por qué el amor no era suficiente?

Los domingos eran los peores. La familia de Patricia venía a comer y yo sentía sus miradas juzgándome. Su madre, doña Rosa, nunca me aceptó del todo. —Un hombre que no tiene hijos propios nunca va a entender— decía mientras servía el mole. Yo tragaba saliva y sonreía para no armar un escándalo.

Una noche, después de otra discusión sobre las tareas del hogar, Patricia me miró con cansancio y dijo:
—Emiliano, esto no está funcionando. No quiero que sigas sufriendo ni que mis hijos te odien.
—¿Y lo nuestro?— pregunté con la voz quebrada.
—Lo nuestro no puede sobrevivir si ellos no son felices.

Me fui esa noche al departamento de mi hermano. Pasé horas mirando el techo, recordando los momentos felices: la primera vez que Tomás me abrazó sin miedo, la vez que Valeria me pidió ayuda para un proyecto escolar, las noches en que Patricia y yo soñábamos con una casa propia.

Pero también recordé las veces que sentí que sobraba, las puertas cerradas, los silencios incómodos en la mesa, las palabras hirientes lanzadas sin querer.

Volví una semana después para recoger mis cosas. Tomás me miró desde la escalera y bajó corriendo para abrazarme fuerte.
—¿Te vas porque no te queremos?—
—No, Tomi… Me voy porque a veces el amor no alcanza para curar todas las heridas.—
Valeria me miró desde lejos, sin decir nada. Sus ojos estaban llenos de lágrimas contenidas.

Patricia me acompañó hasta la puerta.
—Gracias por intentarlo— me dijo con voz suave.
—Gracias por dejarme amarlos— respondí.

Hoy vivo solo en un pequeño departamento en Tlaquepaque. A veces veo a Patricia en el mercado o cruzo a Valeria en la calle; nos saludamos con una sonrisa triste. Sigo creyendo en el amor, pero aprendí que hay batallas que no se pueden ganar solo con buenas intenciones.

A veces me pregunto: ¿Hice bien en irme? ¿O debí luchar más? ¿Cuántos hombres como yo han sentido este vacío al intentar ser parte de una familia que ya tiene cicatrices?

¿Ustedes qué piensan? ¿El amor realmente puede con todo o hay heridas que nunca sanan del todo?