A los dieciséis, la vida me cambió para siempre

—¿Qué hiciste, Santiago? —La voz de mi mamá retumbó en la sala, tan fuerte que hasta los vecinos debieron escucharla. Yo tenía dieciséis años y Lucía, con su panza de seis meses, apenas diecisiete. Nadie en la casa estaba preparado para vernos entrar tomados de la mano, temblando, con el miedo pegado a la piel.

Lucía y yo nos conocimos en el mismo colegio técnico de nuestro barrio en Córdoba. Ella iba un año adelante, siempre callada, siempre con los ojos rojos. Durante semanas la vi llorar en silencio en el patio, acurrucada contra la pared como si quisiera desaparecer. Nadie se le acercaba. Yo tampoco me animé al principio. Pero un día, después de clases, la vi sentada sola en la plaza frente a la escuela. Me acerqué sin saber qué decirle.

—¿Estás bien? —pregunté, aunque era obvio que no lo estaba.

Ella me miró con una mezcla de miedo y alivio. No respondió. Solo asintió y siguió mirando el suelo. Me senté a su lado. No hablamos mucho ese día, pero desde entonces empecé a buscarla. Compartíamos mates en silencio, y poco a poco me fue contando su historia: su papá la había echado de la casa cuando supo que estaba embarazada; su mamá no podía ayudarla porque vivía lejos y apenas tenía para sobrevivir.

Yo no sabía nada de bebés ni de responsabilidades. Mi vida era fútbol en la canchita del barrio, tareas a último momento y peleas tontas con mi hermano menor. Pero cuando Lucía me miraba, sentía que tenía que hacer algo más que mirar desde lejos.

Una tarde, después de una discusión con su tía —la única pariente que le daba techo— Lucía llegó llorando a la puerta de mi casa. No lo pensé dos veces: la hice pasar y le preparé un té. Mi mamá llegó temprano ese día y nos encontró juntos. No hizo preguntas al principio, pero cuando vio la panza de Lucía, todo explotó.

—¿De quién es ese bebé? —preguntó mi mamá, mirándome como si yo fuera un extraño.

—Es mío —respondí, aunque todavía no estaba seguro de nada. Lucía me apretó la mano tan fuerte que sentí que se me partían los huesos.

Mi papá llegó después del griterío. No dijo nada; solo se sentó en silencio, mirando por la ventana como si esperara que todo fuera una pesadilla pasajera.

Esa noche no dormí. Escuchaba a mis padres discutir en voz baja en la cocina:

—No podemos hacernos cargo de esto —decía mi mamá.
—Es nuestro hijo —respondía mi papá—. No lo vamos a dejar solo ahora.

Al día siguiente, toda la cuadra sabía lo que había pasado. En el almacén, las vecinas cuchicheaban cuando entraba a comprar pan; en el colegio, los profesores me miraban con lástima o desaprobación. Mis amigos dejaron de invitarme a jugar fútbol; algunos decían que era un irresponsable, otros simplemente desaparecieron.

Lucía y yo nos refugiamos en mi cuarto. Hablábamos poco; ella lloraba mucho. Yo no sabía cómo consolarla. Solo podía prometerle que iba a estar con ella pase lo que pase.

Los meses pasaron lentos y pesados. Mi mamá empezó a ayudar a Lucía con la ropa del bebé; mi papá consiguió un trabajo extra para comprar pañales y leche. Pero el ambiente en casa era tenso; las peleas eran constantes. Mi hermano menor me odiaba porque ahora tenía que compartir todo: su cuarto, su ropa, hasta el cariño de mis padres.

Un día, mi abuela vino desde el campo para vernos. Me abrazó fuerte y me susurró al oído:

—No sos el primero ni el último que se equivoca, Santi. Pero ahora hay que ser hombre de verdad.

Sus palabras me dolieron más que cualquier reproche. ¿Ser hombre? Yo apenas entendía lo que significaba ser adolescente.

El parto fue una pesadilla: Lucía gritaba de dolor y yo no podía hacer nada más que sostenerle la mano y rezar para que todo saliera bien. Cuando por fin escuché el llanto de nuestra hija —a quien llamamos Camila— sentí miedo y amor al mismo tiempo. ¿Cómo iba a cuidar de ella si ni siquiera podía cuidar de mí mismo?

Los días siguientes fueron aún más difíciles: noches sin dormir, pañales sucios, llantos interminables. Lucía cayó en una tristeza profunda; apenas comía o hablaba. Yo trataba de ayudarla, pero también tenía que seguir estudiando y trabajando medio tiempo en una verdulería del barrio para ayudar en casa.

Mis amigos nunca volvieron del todo; algunos me saludaban de lejos, otros fingían no conocerme. En el colegio, los profesores me felicitaban por «ser responsable», pero yo sentía que solo sobrevivía día tras día.

Un domingo por la tarde, mientras cambiaba a Camila sobre la cama desordenada, mi papá entró al cuarto y se sentó a mi lado.

—No es fácil —me dijo— pero te veo luchando todos los días. Estoy orgulloso de vos.

Por primera vez desde todo esto, lloré sin vergüenza frente a él.

Con el tiempo, las cosas mejoraron un poco: Lucía empezó a sonreír otra vez; mi mamá se encariñó con Camila; hasta mi hermano menor jugaba con ella cuando nadie lo veía. Pero las cicatrices quedaron: perdí amigos, sueños y parte de mi juventud en ese proceso.

A veces me pregunto si hice lo correcto al asumir una responsabilidad tan grande siendo tan chico. ¿Cuántos chicos como yo hay en Latinoamérica enfrentando lo mismo? ¿Cuántos tienen miedo de pedir ayuda o sienten vergüenza por sus errores?

¿Ustedes qué harían si estuvieran en mi lugar? ¿Creen que uno puede ser buen padre cuando todavía está aprendiendo a ser hijo?