Me llamó simple peluquera: la historia de cómo aprendí a levantar la cabeza
—¿Viste, Julián? ¿Ella? Es solo la chica que barre el piso y lava el cabello —dijo uno de sus amigos, riéndose mientras yo intentaba no mirar. Julián, con esa sonrisa arrogante que tanto me había gustado al principio, asintió y agregó: —Sí, es mi novia, pero ya sabes… solo una peluquera.
Sentí cómo la sangre me subía a la cara. El calor de la vergüenza me quemaba las mejillas. Quise desaparecer, pero no podía darme ese lujo. Tenía que terminar de limpiar antes de que la señora Marta, la dueña del salón, se diera cuenta de que estaba parada sin hacer nada.
Me llamo Mariana Torres y tengo diecisiete años. Vivo en un barrio popular de Medellín, donde las casas se apilan unas sobre otras y los sueños parecen quedarse atrapados entre las paredes de ladrillo sin pintar. Mi papá se fue a España hace dos años, prometiendo enviar dinero y volver pronto. Nunca más supimos de él. Mi mamá cayó enferma poco después; los médicos dijeron que era lupus, pero para mí era simplemente el miedo de verla apagarse cada día un poco más.
Como soy la mayor de tres hermanos, tuve que dejar el colegio y buscar trabajo. La señora Marta me dio una oportunidad en su peluquería: barría, lavaba cabezas, preparaba tintes y escuchaba los chismes de las clientas. No era el futuro que soñé, pero era lo que había.
Conocí a Julián porque venía a cortarse el pelo con su mamá. Era guapo, tenía esa seguridad de los chicos que nunca han pasado hambre. Al principio fue amable conmigo; me invitó a salir a tomar jugo en la esquina y me hacía reír con sus historias del colegio privado al que iba. Me sentí especial… hasta esa tarde en la que me presentó ante sus amigos como si yo fuera menos que ellos.
Esa noche llegué a casa y encontré a mi mamá tosiendo sangre en el baño. Mi hermano menor lloraba porque tenía hambre y no había nada más que arroz frío en la olla. Me senté en el suelo y lloré en silencio para no preocuparlos más. Pensé en Julián, en sus palabras, en cómo me había mirado como si yo fuera invisible.
Al día siguiente fui al trabajo con los ojos hinchados, pero la señora Marta se dio cuenta enseguida.
—¿Qué te pasa, Marianita? —me preguntó mientras preparaba un tinte rubio para una clienta.
—Nada, señora Marta… solo estoy cansada —mentí.
Ella me miró con ternura y me puso una mano en el hombro.
—No dejes que nadie te haga sentir menos por lo que haces. Este trabajo es digno, ¿me oyes? Aquí todas somos mujeres luchadoras.
Sus palabras me dieron fuerza. Decidí que no iba a dejar que Julián ni nadie me humillara otra vez.
Esa tarde, Julián apareció en la peluquería con sus amigos otra vez. Esta vez no bajé la mirada. Cuando su amigo hizo un comentario sobre mi uniforme manchado de tinte, lo miré directo a los ojos y le dije:
—¿Sabes qué es peor que ser peluquera? Ser alguien que no respeta el trabajo ajeno.
El silencio fue incómodo. Julián intentó reírse, pero sus amigos ya no lo siguieron. Sentí un pequeño triunfo ardiendo en mi pecho.
Esa noche, mientras le daba de comer a mis hermanos y ayudaba a mi mamá a acostarse, pensé en todo lo que había soportado. Recordé cómo mi papá nos dejó sin mirar atrás; cómo mi mamá luchaba cada día contra su enfermedad; cómo yo había aprendido a hacer trenzas perfectas y cortes rectos solo para ganar unas monedas más.
Unos días después, Julián vino solo al salón. Me pidió hablar afuera.
—Mariana… perdón por lo del otro día —dijo sin mirarme a los ojos—. No quise hacerte sentir mal.
—Pero lo hiciste —le respondí—. Y no es la primera vez que te burlas de alguien por no tener lo mismo que tú.
Se quedó callado un momento antes de decir:
—Es difícil… mis amigos son así…
—Pues cambia de amigos —le dije—. O cambia tú.
Volví adentro sin esperar respuesta. Sentí una mezcla de dolor y orgullo; dolor porque aún me gustaba Julián, orgullo porque por primera vez había defendido mi dignidad.
Los días pasaron y empecé a notar pequeños cambios en mí misma. Ya no agachaba la cabeza cuando las clientas ricas del barrio llegaban con sus perfumes caros y sus risas estridentes. Empecé a practicar cortes más complicados y la señora Marta me dejó atender clientas sola. Un día una señora me dio una propina generosa porque le encantó su nuevo look; con ese dinero pude comprarle medicinas a mi mamá.
En casa las cosas seguían difíciles: el dinero nunca alcanzaba, mi hermano mayor empezó a juntarse con chicos peligrosos del barrio y temía perderlo también. Una noche llegó golpeado; le pregunté qué había pasado y solo dijo:
—No te metas, Mariana… esto es cosa de hombres.
Sentí rabia e impotencia. ¿Por qué todo tenía que ser tan difícil para nosotros? ¿Por qué nadie venía a rescatarnos?
Un sábado por la tarde, mientras barría el salón después de cerrar, escuché una conversación entre la señora Marta y una clienta:
—Marianita tiene talento —decía Marta—. Si pudiera estudiar estilismo profesional sería una gran estilista.
La idea se quedó rondando en mi cabeza toda la noche. ¿Y si podía aspirar a algo más? ¿Y si podía demostrarle al mundo —y a mí misma— que valía mucho más de lo que decían?
Empecé a ahorrar cada moneda extra; vendía empanadas los domingos en la esquina y hacía peinados a domicilio para las vecinas del barrio. Dormía poco, pero cada vez que veía sonreír a mi mamá o escuchaba reír a mis hermanos sentía que valía la pena.
Un día recibí una llamada inesperada: la señora Marta había inscrito mi nombre en un concurso local de estilismo para jóvenes talentos. Dudé mucho antes de aceptar; tenía miedo de fracasar, miedo de hacer el ridículo frente a todos… pero también tenía miedo de quedarme siempre en el mismo lugar.
El día del concurso estaba tan nerviosa que casi no podía sostener las tijeras. Pero cuando vi el reflejo de mi modelo en el espejo —una chica del barrio tan asustada como yo— recordé todo lo que había vivido para llegar hasta ahí: las humillaciones, las lágrimas escondidas, las noches sin dormir.
Corté, peiné y teñí como si mi vida dependiera de ello. Cuando anunciaron mi nombre como ganadora sentí una mezcla de incredulidad y felicidad tan grande que rompí a llorar frente a todos.
Esa noche volví a casa con un trofeo pequeño pero brillante y una beca para estudiar estilismo profesional. Mi mamá lloró conmigo; mis hermanos me abrazaron como si yo fuera una heroína.
Julián nunca volvió al salón. Supe por ahí que se fue a estudiar fuera del país con su familia rica. No volví a pensar mucho en él; tenía cosas más importantes por las cuales luchar.
Hoy sigo trabajando duro, estudiando por las noches y soñando con abrir algún día mi propio salón en el barrio donde crecí. A veces me pregunto si alguna vez dejaré de sentirme esa «simple peluquera» o si siempre tendré que demostrarle al mundo —y a mí misma— que valgo mucho más.
¿Ustedes también han sentido alguna vez que los miran por encima del hombro? ¿Qué harían ustedes para demostrar su valor cuando otros intentan humillarlos?