Oración en la sala de espera: La noche en que casi perdí a Mariana
—Señor Ramírez, ¿es usted el esposo de Mariana Torres?—
La voz de la enfermera me sacudió como un balde de agua fría. Sentí que el corazón se me detenía. Asentí con la cabeza, incapaz de pronunciar palabra. Mi nombre es Julián Ramírez y esa noche, en la sala de espera del Hospital General de Puebla, aprendí lo que significa estar verdaderamente solo.
Mariana había ingresado de urgencia hacía dos horas. Un accidente de tránsito, una llamada inesperada, y mi vida se partió en dos. Recuerdo el sonido de las sirenas, el olor a desinfectante, las luces blancas que parecían burlarse de mi desesperación. Mi suegra, doña Carmen, lloraba en silencio a mi lado. Mi hijo Emiliano, de apenas siete años, dormía en una silla dura, abrazando su mochila como si fuera un escudo contra el dolor.
—¿Por qué a nosotros, Dios mío?— susurré apretando los puños. No soy un hombre especialmente religioso, pero esa noche recé como nunca antes. Recé por Mariana, por Emiliano, por mí mismo. Recé para no perderla.
La sala estaba llena de murmullos y rostros cansados. Un hombre mayor rezaba un rosario; una joven embarazada lloraba en silencio. Todos compartíamos la misma angustia: la incertidumbre. Afuera llovía con furia, como si el cielo también estuviera llorando.
Mi mente viajaba a los recuerdos: la primera vez que vi a Mariana en la feria del pueblo, su risa contagiosa, las tardes de domingo en casa de sus padres comiendo mole poblano. Pensé en las veces que discutimos por tonterías: las cuentas sin pagar, el trabajo que me absorbía, su cansancio eterno. ¿Y si no volvía a verla? ¿Y si Emiliano crecía sin su madre?
—Julián, tienes que ser fuerte—me dijo doña Carmen, con la voz quebrada pero firme—. Mariana es una guerrera.
Pero yo no era fuerte. Sentía que me desmoronaba por dentro. Me levanté y caminé por el pasillo una y otra vez, como si el movimiento pudiera alejar el miedo. Miré mi celular: 2:47 am. Nada de noticias.
De pronto, vi salir al doctor Hernández del quirófano. Su bata estaba manchada de sangre. Se quitó el cubrebocas y me miró con una seriedad que me heló la sangre.
—Señor Ramírez… hubo complicaciones. Mariana perdió mucha sangre. Estamos haciendo todo lo posible.
Sentí que me faltaba el aire. Me apoyé contra la pared y cerré los ojos con fuerza. En ese instante recordé las palabras de mi abuela: “Cuando no puedas más, reza”. Y recé. No por milagros imposibles, sino por fuerza para soportar lo que viniera.
Las horas pasaron lentas y crueles. Vi entrar y salir enfermeros; escuché gritos ahogados y vi lágrimas ajenas mezclarse con las mías. Pensé en llamar a mis hermanos en Veracruz, pero no quería preocuparlos aún más. Pensé en mi trabajo en la fábrica; en cómo todo eso ya no importaba.
A las 5:12 am, el doctor regresó. Esta vez su rostro era menos sombrío.
—Mariana está estable. La operación fue larga, pero respondió bien. Ahora hay que esperar las próximas horas.
Me desplomé en la silla y lloré como un niño. Doña Carmen me abrazó fuerte y Emiliano se despertó asustado.
—¿Dónde está mamá?— preguntó con voz temblorosa.
—Está luchando, hijo. Pero es muy valiente—le respondí, acariciándole el cabello.
Esa mañana vi salir el sol desde la ventana del hospital y sentí una gratitud inmensa por cosas que antes daba por sentadas: un abrazo, una sonrisa, una taza de café caliente. Cuando por fin pude entrar a verla, Mariana estaba pálida pero viva. Le tomé la mano y le susurré al oído:
—No te vayas nunca más sin avisar…
Ella sonrió débilmente y apretó mi mano con fuerza.
Esa noche aprendí que la fe no siempre es cuestión de rezar en voz alta o ir a misa todos los domingos; a veces es simplemente no rendirse cuando todo parece perdido. Aprendí que la familia es nuestro refugio más seguro y que el amor verdadero se prueba en los momentos más oscuros.
Hoy Mariana sigue recuperándose y yo trato de ser mejor esposo y padre cada día. Pero aún me pregunto: ¿Cuántos de nosotros esperamos a estar al borde del abismo para darnos cuenta de lo que realmente importa? ¿Cuántas veces dejamos para mañana los abrazos y las palabras sinceras?
¿Y tú? ¿Qué harías si tuvieras solo una noche para demostrar cuánto amas a tu familia?