Regreso con el corazón roto – La historia de Camilo

—¡No quiero volver a verte, Camilo! —gritó Mariana mientras la puerta se cerraba con tal fuerza que hasta el vecino Don Ramiro, que siempre está pendiente de todo, debió haber pegado un brinco en su cama.

Me quedé parado en el pasillo, con la maleta en una mano y el corazón hecho pedazos. El eco de sus palabras retumbaba en mi cabeza. Bajé las escaleras del edificio viejo, sintiendo que cada peldaño era una sentencia. Afuera llovía, y las luces de Medellín parecían más frías que nunca. No tenía a dónde ir. Mi mamá vivía en Bello, pero hacía meses que no hablábamos después de nuestra última pelea por mi relación con Mariana.

Caminé bajo la lluvia hasta la estación del metro. Me senté en una banca y miré mi reflejo en el vidrio: ojeras profundas, barba descuidada, ojos rojos. ¿En qué momento me perdí así? Saqué el celular y marqué el número de mi mamá. Dudé antes de presionar llamar, pero al final lo hice.

—¿Aló? —su voz sonaba cansada.

—Mamá… soy yo. ¿Puedo quedarme contigo esta noche?

Hubo un silencio largo. Pensé que iba a colgarme.

—Ven, Camilo. Aquí siempre tendrás tu casa —dijo finalmente, aunque su tono era frío.

El trayecto hasta Bello fue eterno. Recordaba los días felices con Mariana: los paseos por el Pueblito Paisa, las risas en la terraza del apartamento, los sueños que construimos juntos. Todo se había ido al traste por una traición. La encontré chateando con otro tipo, y aunque ella juró que no pasó nada físico, para mí fue suficiente para romperme por dentro. Pero lo peor fue su indiferencia después, como si yo fuera un estorbo.

Al llegar a la casa de mi mamá, me recibió con una mirada dura pero un abrazo tibio. Mi hermana Valentina estaba en la sala viendo una novela.

—¿Y ese milagro? —preguntó sin quitar los ojos del televisor.

—Déjalo en paz, Vale —intervino mi mamá—. Camilo necesita descansar.

Esa noche apenas dormí. Escuchaba los murmullos de mi mamá y Valentina en la cocina:

—Te dije que esa muchacha no le convenía —susurraba mi mamá.

—Pero él nunca escucha —respondía Valentina.

Me sentí como un niño otra vez, juzgado y vulnerable. Al día siguiente, mi mamá me sirvió chocolate caliente y arepas.

—¿Qué vas a hacer ahora? —preguntó sin rodeos.

—No sé… Buscar trabajo. Conseguir dónde vivir —respondí, evitando su mirada.

—Puedes quedarte aquí un tiempo, pero tienes que ayudar con los gastos —dijo firme.

Los días pasaron lentos. Conseguí un trabajo temporal en una tienda del barrio. Cada vez que veía parejas caminar tomadas de la mano, sentía una punzada en el pecho. Mi papá llamó desde Cali para decirme que debía ser fuerte:

—La vida es así, mijo. Uno se cae y se levanta. No te quedes llorando por quien no te supo valorar.

Pero levantarme no era fácil. Mariana me escribía mensajes confusos: «Te extraño», «No sé si hice bien». Yo quería odiarla, pero también quería volver a sus brazos. Un día decidí bloquearla. Lloré como nunca antes, pero sentí un alivio extraño después.

En casa las cosas tampoco eran fáciles. Valentina me reclamaba por usar su shampoo; mi mamá me regañaba por llegar tarde del trabajo. Un domingo exploté:

—¡Ya sé que soy una carga! Si quieren me voy…

Mi mamá se quedó callada un momento y luego me abrazó fuerte:

—No eres una carga, Camilo. Solo quiero verte bien.

Ese abrazo fue el primer paso para sanar. Empecé a salir a correr por las mañanas; conocí a Laura en el parque, una chica sencilla que paseaba a su perro. Nos hicimos amigos y poco a poco volví a reírme de cosas simples: un chiste tonto, una canción vieja en la radio.

Un día Laura me preguntó:

—¿Por qué tienes esa tristeza en los ojos?

Le conté todo sin filtros. Ella solo me escuchó y luego dijo:

—A veces perderlo todo es la única forma de encontrarse a uno mismo.

Sus palabras me hicieron pensar mucho. Empecé a escribir mis sentimientos en un cuaderno; volví a tocar guitarra; ayudé a mi mamá con las cuentas y hasta cociné para Valentina cuando estaba enferma.

Pasaron meses antes de sentirme realmente mejor. Un día recibí un mensaje inesperado de Mariana: «Espero que estés bien». Lo leí y sonreí sin dolor. Ya no necesitaba su aprobación ni su amor para sentirme completo.

Hoy miro atrás y veo cuánto he cambiado. Aprendí a perdonar y a perdonarme; a valorar a mi familia aunque tengamos diferencias; a entender que el amor propio es más importante que cualquier relación fallida.

A veces me pregunto: ¿Cuántos de nosotros hemos sentido que todo se acaba cuando nos rompen el corazón? ¿Y cuántos hemos descubierto que ese final era solo el comienzo de algo mejor? ¿Ustedes también han tenido que reconstruirse desde cero?