Entre dos fuegos: El silencio que me separa de mi madre

—¿Vas a llamarla hoy? —La voz de Julián retumba en la cocina, mientras el café burbujea y el olor a pan recién hecho se mezcla con la tensión invisible que nos rodea.

No respondo. Aprieto la taza entre las manos y miro por la ventana, donde el sol apenas asoma sobre los tejados de la colonia Roma. Hace tres meses que no hablo con mi mamá. Tres meses de silencio que pesan más que cualquier palabra.

Julián se acerca y me toca el hombro con suavidad. —Mariana, ya es mucho tiempo. No puedes seguir así…

Pero sí puedo. O al menos eso intento convencerme cada mañana, cuando despierto con el corazón apretado y los recuerdos de aquella última discusión me arden en la garganta.

Todo empezó el día del cumpleaños de mi hermana menor, Sofía. Mi mamá organizó una comida en casa, como siempre. Llegué con Julián y nuestros hijos, pero desde que crucé la puerta sentí el ambiente cargado. Mi mamá apenas me miró. Durante la comida, entre risas forzadas y miradas esquivas, soltó un comentario venenoso sobre mi trabajo: “Si Mariana pasara menos tiempo en la oficina y más con sus hijos, tal vez no estarían tan inquietos”.

Sentí cómo la sangre me subía a la cara. Nadie dijo nada. Ni siquiera Julián, que me apretó la mano bajo la mesa. Yo sólo atiné a sonreír y tragarme las lágrimas. Pero por dentro, algo se rompió.

Esa noche discutimos por teléfono. Le grité que estaba harta de sus críticas, que nunca nada era suficiente para ella. Ella me llamó desagradecida, egoísta, mala madre. Y colgamos. Desde entonces, ni un mensaje, ni una llamada.

—No entiendo por qué tienes que elegir —me dice Julián cada vez que hablamos del tema—. Puedes quererla y poner límites.

Pero no es tan fácil. Crecí en una casa donde el amor era sinónimo de sacrificio. Donde mi mamá se desvivía por todos menos por sí misma, y esperaba lo mismo de nosotras. Donde llorar era debilidad y pedir ayuda, un lujo que no podíamos darnos.

Ahora, desde este pequeño departamento en la ciudad, intento criar a mis hijos diferente. Les digo que está bien sentirse tristes, que pueden decir “no” sin miedo. Pero cuando pienso en mi mamá, en su mirada dura y sus manos siempre ocupadas, siento culpa. ¿Quién soy yo para juzgarla? ¿No hizo ella lo mejor que pudo?

A veces sueño con ella. La veo joven, riendo mientras prepara tamales en la cocina de mi abuela en Puebla. Me cuenta historias de cuando era niña y tenía que caminar kilómetros para ir a la escuela. Me abraza fuerte y me dice que todo va a estar bien.

Pero despierto y recuerdo sus palabras cortantes, su incapacidad para decir “te quiero” sin añadir un reproche. Recuerdo cómo me obligaba a cuidar a Sofía cuando yo sólo quería leer o salir a jugar con mis amigas. Cómo nunca celebró mis logros porque “era mi obligación”.

—¿Y si le pasa algo? —insiste Julián una noche—. ¿Y si mañana ya no está?

Me dan ganas de gritarle que no entiende nada. Que no es tan sencillo como pedir perdón o hacer una llamada. Que hay heridas que no cierran sólo porque uno lo desea.

Pero también sé que tiene razón. Mi mamá ya no es joven. Hace poco le diagnosticaron hipertensión y Sofía me contó que ha estado más cansada últimamente.

Una tarde, mientras recojo los juguetes del piso, escucho a mis hijos pelearse en el cuarto. Me descubro repitiendo las mismas frases que odiaba de mi mamá: “¡Ya basta! ¿Por qué no pueden portarse bien como los demás niños?”

Me detengo en seco. El eco de su voz en la mía me asusta más que cualquier discusión.

Esa noche busco fotos viejas en una caja polvorienta: mi mamá cargándome en brazos frente a la Basílica; las tres juntas en Acapulco; ella riendo con papá antes de que él se fuera para siempre.

Lloro en silencio. Por lo que fue y por lo que nunca será.

Al día siguiente, Sofía me llama llorando: —Mamá se cayó en el mercado… No quiere ir al doctor pero está muy adolorida.

El corazón se me sale del pecho. Sin pensarlo, agarro las llaves y salgo corriendo, dejando a Julián con los niños.

Cuando llego a su casa, mi mamá está sentada en el sillón, con una bolsa de hielo en la rodilla y los ojos rojos de tanto llorar. Por un momento no sé qué decirle. Ella tampoco habla.

—¿Por qué viniste? —me pregunta al fin, con esa mezcla de orgullo y ternura que sólo ella tiene.

—Porque eres mi mamá —respondo apenas, sintiendo cómo se me quiebra la voz.

Nos quedamos así, mirándonos largo rato. Al final, ella extiende la mano y yo la tomo entre las mías.

No hablamos del pasado ni pedimos perdón. Sólo nos quedamos juntas, compartiendo el silencio y el dolor.

Esa noche regreso a casa sintiendo un peso menos en el pecho. Sé que no todo está resuelto, pero también sé que no quiero perderla sin intentar sanar lo nuestro.

A veces me pregunto: ¿cuántas veces dejamos que el orgullo nos robe lo poco que tenemos? ¿Vale la pena vivir con miedo a ser heridos otra vez?

¿Ustedes también han sentido ese nudo en la garganta al pensar en sus madres? ¿Qué harían si estuvieran entre dos fuegos como yo?