El timbre sonó y mi suegra lloraba en la puerta: la amante nos robó todo
—¡Abrí la puerta, por favor!— gritó Rosa, mi suegra, golpeando con desesperación. Eran casi las once de la noche y el barrio en las afueras de Buenos Aires estaba en silencio, salvo por sus sollozos que rompían la calma. Cuando abrí, la vi: el maquillaje corrido, el pelo desordenado y las manos temblorosas. Nunca la había visto así.
—¿Qué pasó?— pregunté, aunque el miedo ya me apretaba el pecho.
—¡Nos robaron!— balbuceó, y se desplomó en mis brazos.
Mi esposo, Martín, bajó corriendo las escaleras. “¿Mamá? ¿Qué hacés acá a esta hora?” Pero Rosa sólo podía llorar. La sentamos en la cocina y le preparé un mate mientras intentaba calmarla. Entre lágrimas, contó que alguien había entrado a su casa y se había llevado todo: las joyas de la abuela, los ahorros escondidos en el ropero, hasta el televisor viejo que tanto cuidaba.
Pero lo más extraño fue lo que dijo después: “Fue Lucía. La vi. ¡Era ella!”
Lucía. El nombre me cayó como un balde de agua fría. Lucía era la supuesta «amiga» de Martín del trabajo, esa que siempre llamaba tarde o le mandaba mensajes los domingos. Yo había intentado confiar, pero algo en mi interior nunca estuvo tranquilo.
Martín se puso pálido. “¿Estás segura, mamá?”
—¡La vi!— gritó Rosa, golpeando la mesa. —Entró con una copia de la llave. No sé cómo la consiguió…
El silencio se hizo pesado. Yo miré a Martín buscando respuestas, pero él sólo bajó la cabeza. Sentí que el piso se abría bajo mis pies.
Quince años atrás, cuando Martín y yo nos casamos en una iglesia humilde de Lomas de Zamora, Rosa me dejó claro que nunca sería parte de su familia. “Vos no sos suficiente para mi hijo”, me dijo al oído mientras posábamos para las fotos. Pero yo amaba a Martín y estaba dispuesta a soportar cualquier cosa por él.
Los primeros años fueron duros. No podíamos tener hijos y cada Navidad era una tortura de preguntas y miradas de lástima. Cuando finalmente llegaron los mellizos —Sofía y Tomás— después de diez años de tratamientos y lágrimas, sentí que por fin la vida nos sonreía.
Martín prosperó en su trabajo; llegó a gerente general de una empresa exportadora de granos. Yo me dediqué a criar a los chicos y a cuidar nuestro hogar. Pero siempre hubo una sombra: las largas horas de Martín en la oficina, los viajes repentinos, los mensajes que nunca podía mostrarme.
Esa noche, mientras Rosa lloraba en mi cocina y los chicos dormían ajenos al drama, supe que todo lo que había construido podía desmoronarse en un instante.
—¿Por qué Lucía haría algo así?— pregunté con voz temblorosa.
Rosa me miró con ojos rojos. —Porque ella… ella está con Martín. Lo escuché hablar con ella muchas veces. Pensé que era sólo una amiga, pero hoy la vi entrar a mi casa como si fuera dueña de todo.
Martín no dijo nada. Se levantó y salió al patio. Lo seguí, dejando a Rosa con su mate frío.
—Decime la verdad— le exigí.—¿Vos le diste la llave?
Él negó con la cabeza, pero sus ojos no podían sostener los míos.
—¿Hace cuánto pasa esto?
Guardó silencio largo rato antes de susurrar: —Hace dos años…
Sentí náuseas. Dos años viviendo con una mentira mientras yo luchaba por mantenernos unidos.
Esa noche no dormimos. Rosa se quedó en casa porque tenía miedo de volver sola. Yo apenas podía mirar a Martín sin sentir rabia y tristeza.
Al día siguiente fuimos a la comisaría a hacer la denuncia. Los policías nos miraron con desconfianza cuando contamos que la ladrona era conocida y tenía llave. “¿No será un tema familiar?”, preguntó uno con sorna. En Argentina, los robos son tan comunes que nadie se sorprende ya.
Los días siguientes fueron un infierno. Los vecinos murmuraban; algunos decían que Rosa inventaba cosas porque estaba vieja. Otros me miraban con lástima en el supermercado. Los mellizos preguntaban por qué la abuela estaba tan triste.
Martín intentó arreglarlo todo: llamó a Lucía, le exigió que devolviera lo robado, pero ella desapareció sin dejar rastro. Su jefe lo llamó para decirle que había rumores sobre su relación con una empleada y que debía “mantener un perfil bajo”.
Rosa no volvió a su casa durante semanas; tenía miedo de estar sola y sentía vergüenza ante sus amigas del club de barrio. Yo traté de ser fuerte por mis hijos, pero cada vez que veía a Martín sentía una mezcla de amor y odio imposible de explicar.
Una tarde, mientras lavaba los platos, Rosa se acercó despacio.
—Perdoname si alguna vez te hice sentir menos— murmuró.—Ahora veo que sos la única que está acá para mí…
Lloramos juntas en silencio. Por primera vez sentí que éramos familia de verdad: dos mujeres heridas por el mismo hombre y por las mentiras que destruyen hogares.
Martín perdió su trabajo poco después; el escándalo llegó a oídos del directorio y no quisieron problemas. Nos quedamos sin ahorros porque él había prestado dinero a Lucía para “invertir” en un negocio fantasma.
Tuvimos que vender el auto y mudarnos a un departamento más chico en Avellaneda. Los mellizos cambiaron de escuela y yo empecé a trabajar limpiando casas para ayudar con los gastos.
A veces pienso en todo lo que perdimos: la confianza, la estabilidad, los sueños de una familia perfecta. Pero también gané algo inesperado: el respeto y cariño de Rosa, y una fuerza interior que nunca imaginé tener.
Hoy miro a mis hijos jugar en el parque y me pregunto si algún día podré perdonar del todo a Martín o si sólo estamos juntos por costumbre y miedo al qué dirán.
¿Hasta dónde puede uno soportar por amor? ¿Vale la pena reconstruir lo roto o es mejor empezar de nuevo? ¿Ustedes qué harían si estuvieran en mi lugar?