No te apures a casarte, Emilia: La fuga de una novia en busca de sí misma

—¿Por qué las arepas están tan delgadas hoy, Emilia? —me preguntó doña Teresa, la madre de Julián, sin siquiera mirarme a los ojos. Eran las cinco y media de la mañana y yo ya llevaba dos horas en la cocina, sudando bajo el calor pegajoso de Barranquilla. El sol apenas asomaba y yo ya sentía el peso del día sobre mis hombros.

—Lo siento, doña Teresa. Me distraje un momento —respondí, bajando la mirada para evitar que notara el temblor en mis manos.

Julián entró al comedor con su camisa perfectamente planchada, el cabello peinado hacia atrás como le gustaba a su madre. Me sonrió apenas, como si yo fuera parte del mobiliario. —Mamá, no seas tan dura con Emilia. Ella hace lo que puede —dijo, pero su voz sonaba más cansada que solidaria.

Me pregunté cuándo había dejado de ser «Emilia» para convertirme en «la novia de Julián». Todo en mi vida giraba alrededor de su familia: los domingos en casa de sus padres, las reuniones interminables donde yo debía sonreír y asentir, los comentarios sobre cómo debía vestirme o comportarme. Mi propia madre, desde Medellín, me llamaba cada semana para preguntarme si estaba segura de casarme tan joven. «No te apures, mija. La felicidad no se va a ir corriendo», me decía con esa voz dulce que tanto extraño.

Pero aquí estaba yo, a punto de casarme con un hombre bueno pero ausente, rodeada de una familia que nunca me aceptó del todo porque no era «de las suyas». La boda sería en dos semanas y ya todo estaba organizado: el vestido blanco que eligió doña Teresa, la iglesia donde Julián fue bautizado, la lista interminable de invitados que apenas conocía.

Esa mañana, mientras lavaba los platos y escuchaba a doña Teresa dar órdenes por teléfono, sentí una presión en el pecho. Me faltaba el aire. Salí al patio y me apoyé contra la pared caliente. Cerré los ojos y pensé en mi infancia en Medellín: los domingos bailando cumbia con mi papá, las carcajadas con mis primas, la libertad de ser simplemente Emilia.

—¿Estás bien? —preguntó Julián desde la puerta.

—Sí… solo necesitaba un poco de aire —mentí.

Él se acercó y me tomó la mano. —Sé que mi mamá puede ser difícil. Pero después de la boda todo será diferente. Te lo prometo.

Quise creerle, pero algo dentro de mí gritaba que no era cierto. ¿Por qué tenía que cambiar yo para encajar? ¿Por qué nadie se preguntaba si yo era feliz?

Esa noche, mientras todos dormían, abrí mi cuaderno y escribí una carta para mi madre:

«Mamá,
No sé si puedo seguir adelante con esto. Siento que me estoy perdiendo a mí misma. Aquí nadie me ve ni me escucha. Extraño tu abrazo y tus palabras. No quiero decepcionarte, pero tampoco quiero decepcionarme a mí misma.
Te quiero,
Emilia»

Las lágrimas caían sobre el papel y manchaban la tinta. Me sentí más sola que nunca.

Al día siguiente, doña Teresa organizó una comida familiar para discutir los últimos detalles de la boda. Todos hablaban al mismo tiempo: los manteles debían ser blancos, las flores azules porque traen buena suerte, la música debía ser solo vallenato clásico. Yo asentía en silencio, sintiendo cómo mi voz se apagaba poco a poco.

De repente, mi cuñada Camila me miró fijamente y dijo:
—¿Y tú qué opinas, Emilia? Nunca dices nada.

Todos se quedaron en silencio esperando mi respuesta. Sentí las miradas clavadas en mí como agujas.

—Creo… creo que deberíamos poner algo de salsa también —balbuceé.

Doña Teresa bufó. —Eso no es tradicional en nuestra familia.

Me tragué las lágrimas y fingí una sonrisa. Pero esa noche supe que no podía seguir así.

Esperé a que todos se durmieran y empecé a empacar una pequeña maleta: dos mudas de ropa, mi cuaderno, una foto de mi familia y el pasaje de bus que había comprado en secreto días antes. Temblando, salí por la puerta trasera y caminé hasta la terminal bajo la luz amarilla de los faroles.

En el bus hacia Medellín, miré por la ventana mientras la ciudad se alejaba detrás de mí. Sentí miedo, culpa y alivio al mismo tiempo. ¿Qué diría Julián cuando encontrara mi carta? ¿Me odiaría su familia? ¿Sería capaz de empezar de nuevo?

Llegué a casa de mi madre al amanecer. Ella me abrazó fuerte y lloramos juntas mucho rato sin decir palabra. Sentí que volvía a respirar después de meses ahogándome.

Los días siguientes fueron difíciles: llamadas perdidas de Julián, mensajes furiosos de doña Teresa, chismes en el barrio sobre «la novia fugitiva». Pero también hubo paz: desayunos lentos con mi mamá, caminatas por el parque, tardes escribiendo en mi cuaderno sin miedo a ser juzgada.

A veces me pregunto si fui cobarde por huir o valiente por elegir mi felicidad sobre las expectativas ajenas. Sé que muchas mujeres en Latinoamérica sienten esa presión: casarse joven, complacer a la familia del esposo, callar sus propios deseos por miedo al qué dirán.

Hoy miro atrás y agradezco haber tenido el valor de escucharme a mí misma antes que a los demás. Porque al final del día, ¿de qué sirve una boda perfecta si una no es feliz?

¿Y ustedes? ¿Alguna vez han sentido que deben huir para encontrarse? ¿Vale la pena sacrificar tu voz por encajar en una familia que no es la tuya?