Mamá, ¿por qué no les diste de comer a mis hijos? – La verdad que desgarró a mi familia
—¿Por qué lloras, Emiliano? —le pregunté a mi hijo, mientras lo abrazaba en la pequeña sala de la casa de mi madre en San Miguel de Tucumán. Tenía la carita sucia y los ojos hinchados. Mi hija menor, Lucía, apenas murmuraba, sentada en el suelo con una galleta rota entre las manos. El calor del verano apretaba, pero el frío que sentí en ese momento me atravesó el pecho.
—Mamá, tengo hambre —susurró Emiliano, y sentí que el mundo se detenía.
No podía ser. Yo mandaba dinero cada mes desde Buenos Aires, trabajando doble turno en la panadería para que a mis hijos no les faltara nada mientras los dejaba al cuidado de mi madre. Siempre confié en ella. Era mi refugio, la abuela cariñosa que me crió sola después de que mi papá nos abandonara. ¿Cómo podía estar pasando esto?
—Mamá, ¿por qué los chicos están así? —le pregunté a mi madre apenas entró a la casa, con una bolsa de pan bajo el brazo y la mirada esquiva.
—Ay, hija, no exageres. Los chicos siempre quieren comer más —me respondió sin mirarme a los ojos.
Pero yo ya había visto demasiado: la heladera casi vacía, solo un poco de arroz frío y una botella de agua. Ni rastros de las frutas o la leche que le pedía comprar cada semana. Sentí una rabia sorda mezclada con miedo. ¿Cuánto tiempo llevaban así mis hijos?
Esa noche no pude dormir. Escuchaba el zumbido de los ventiladores y el respirar agitado de Emiliano y Lucía. Recordé todas las veces que hablé por teléfono con mi mamá y ella me aseguraba que todo estaba bien, que los chicos comían rico y jugaban felices. ¿Cómo no me di cuenta antes?
A la mañana siguiente, enfrenté a mi madre en la cocina.
—Mamá, ¿qué hiciste con el dinero que te mandé? —le pregunté, con la voz temblorosa.
Ella se quedó callada un momento, mirando el suelo. Finalmente murmuró:
—No alcanza, hija. Todo está caro. Y también tuve que ayudar a tu tía Marta con sus remedios…
—¿Y mis hijos? ¿Por qué no me dijiste nada? —grité, sintiendo cómo se me rompía algo adentro.
—No quería preocuparte… pensé que podía arreglarlo…
La discusión subió de tono. Mi madre lloraba, yo también. Lucía se tapaba los oídos. Emiliano nos miraba con miedo. Sentí culpa por haber dejado a mis hijos aquí, por confiar ciegamente, por no haber visto las señales.
En los días siguientes traté de compensar lo perdido: llené la despensa, cociné para ellos, los llevé al médico. Pero el daño ya estaba hecho. Emiliano se aferraba a mí como si temiera que lo volviera a dejar. Lucía no quería soltarme la mano ni para ir al baño.
Intenté hablar con mi madre muchas veces. A veces me gritaba que yo no entendía lo difícil que era todo; otras veces se encerraba en su cuarto y no salía en horas. La familia empezó a dividirse: mi hermano Javier me reprochó por haber hecho un escándalo; mi tía Marta lloraba diciendo que ella no tenía la culpa de estar enferma.
Me sentí sola como nunca antes. En Buenos Aires tenía amigas, pero aquí nadie parecía entender mi dolor ni mi rabia. Empecé a dudar de todo: ¿había sido una mala hija por dejar a mis hijos? ¿Era injusta con mi madre? ¿O era ella quien había traicionado mi confianza?
Una tarde, mientras paseábamos por la plaza con los chicos, Emiliano me preguntó:
—¿Vamos a volver con la abuela?
No supe qué responderle. Quería protegerlos, pero también sabía que necesitaba trabajar para darles un futuro mejor. No podía quedarme en Tucumán sin empleo ni ayuda.
Esa noche llamé a mi amiga Carolina en Buenos Aires.
—Caro, siento que todo se desmorona —le confesé entre lágrimas—. No sé si podré perdonar a mi mamá…
—No te culpes tanto —me dijo ella—. Hiciste lo mejor que pudiste con lo que tenías. Pero ahora tus hijos te necesitan fuerte.
Sus palabras me dieron algo de consuelo, pero el dolor seguía ahí. Empecé a buscar alternativas: una vecina me ofreció cuidar a los chicos por unas horas; otra me habló de un comedor comunitario donde podían almorzar mientras yo trabajaba.
El día antes de volver a Buenos Aires, fui al cuarto de mi madre. Estaba sentada en la cama, mirando una foto vieja donde yo era niña y ella me abrazaba fuerte.
—Perdón, hija —me dijo sin mirarme—. No supe cómo manejar todo esto… Me dio vergüenza pedirte más ayuda…
Me acerqué despacio y le tomé la mano.
—Yo también te fallé, mamá —le dije—. Pero ahora tengo que pensar en mis hijos primero.
Nos quedamos así un rato largo, en silencio. Sabía que nada volvería a ser igual entre nosotras, pero al menos había una esperanza de reconstruir algo sobre las ruinas.
Hoy sigo luchando con la culpa y el miedo al futuro. Mis hijos están mejor, pero todavía preguntan por su abuela. Yo trato de explicarles que las personas pueden equivocarse, incluso las que más amamos.
A veces me pregunto: ¿cómo se repara una confianza rota? ¿Es posible volver a creer después de una traición así? ¿Ustedes qué harían en mi lugar?