Mi boda nunca se celebró: la historia de una traición en el corazón de México

—¿Por qué no me contestas, Julián? —le pregunté con la voz quebrada, apretando el teléfono contra mi oído como si pudiera obligarlo a quedarse conmigo solo con mi desesperación.

Del otro lado, solo silencio. El mismo silencio que me había acompañado desde que su madre, doña Carmen, entró en mi vida como un huracán, barriendo todo a su paso. Yo, Mariana Torres, hija de una costurera de barrio en Puebla, nunca fui suficiente para ella. Y ahora, sentada en la sala de mi casa, con mi hijo dormido en mis brazos y el vestido de novia guardado en el armario, siento que el mundo se me cae encima.

Recuerdo el día en que conocí a Julián. Fue en la feria del pueblo, entre risas y luces de colores. Él era todo lo que yo soñaba: atento, cariñoso, con esa sonrisa que parecía prometerme un futuro mejor. Nos enamoramos rápido, como si el destino nos hubiera empujado uno hacia el otro. Pero el destino también sabe ser cruel.

—Mariana, tienes que entender —me decía mi madre mientras me preparaba un té de tila—, los ricos no se casan con las pobres. No aquí.

Yo no quería creerlo. Julián me juró amor eterno bajo las estrellas del Cerro de Loreto. Me prometió que nada ni nadie nos separaría. Pero entonces llegó la noticia: estaba embarazada. Pensé que sería nuestra bendición, pero para doña Carmen fue la excusa perfecta para intervenir.

—Mi hijo no va a arruinar su vida por una cualquiera —me dijo una tarde, entrando a mi casa sin siquiera tocar la puerta. Su perfume caro llenó la habitación y su mirada me atravesó como un cuchillo.

—No soy una cualquiera —le respondí con la poca dignidad que me quedaba.

Ella sonrió con desprecio. —Eso lo veremos.

Desde ese día, Julián empezó a cambiar. Ya no venía a verme todos los días; sus mensajes se hicieron más cortos, más fríos. Yo trataba de aferrarme a lo poco que quedaba de nosotros, pero era como intentar retener agua entre los dedos.

El día que nació Emiliano, Julián llegó al hospital con flores y lágrimas en los ojos. Me abrazó y me juró que todo estaría bien. Pero al día siguiente desapareció. Supe por una vecina que lo habían visto salir del pueblo con su madre y una maleta.

Pasaron semanas sin noticias. Yo lloraba cada noche, abrazando a mi hijo y preguntándome qué había hecho mal. Hasta que un día recibí una invitación: Julián se casaba con Fernanda, la hija del dueño de la fábrica textil más grande de la región. La boda sería en la iglesia principal, con toda la sociedad de Puebla como testigo.

No fui capaz de romper la invitación. La guardé en una caja junto con las ecografías de Emiliano y las cartas de amor que Julián me escribió cuando aún creía en nosotros.

Mi madre intentó consolarme. —La vida sigue, hija. Tienes a tu niño y tienes tu trabajo.

Pero yo sentía que me habían arrancado el corazón. Cada vez que veía a Emiliano dormir, veía los ojos de Julián y me preguntaba si algún día él querría conocer a su hijo.

Los rumores no tardaron en llegar al barrio. Que si yo había querido atrapar a Julián con un embarazo; que si doña Carmen había pagado para que me alejara; que si Fernanda estaba también esperando un hijo. Nadie sabía la verdad, pero todos tenían algo que decir.

Un día, mientras cosía un vestido para la fiesta de quince años de la hija de la panadera, Fernanda entró a mi taller. Su presencia me heló la sangre.

—Vengo a pedirte un favor —dijo sin rodeos—. Quiero que me hagas mi vestido de novia.

La miré incrédula. —¿Por qué yo?

—Porque eres la mejor costurera del pueblo —respondió con una sonrisa fría—. Y porque quiero que sepas que Julián nunca te amó como dice.

Sentí rabia, vergüenza y tristeza al mismo tiempo. Pero acepté el trabajo. Necesitaba el dinero y, en el fondo, quería ver si podía soportar coser cada puntada sin romperme por dentro.

Durante semanas trabajé en ese vestido blanco, imaginando cómo sería verla caminar hacia el altar con el hombre que yo amaba. Cada noche lloraba en silencio para no despertar a Emiliano.

El día de la boda llegó y el pueblo entero se vistió de fiesta. Yo observé desde lejos cómo Fernanda lucía radiante con el vestido que yo misma había creado. Julián ni siquiera volteó a buscarme entre la multitud.

Después de la boda, doña Carmen vino a verme una última vez.

—Te agradezco por tu profesionalismo —dijo—. Ahora puedes rehacer tu vida lejos de nosotros.

Quise gritarle todo lo que sentía, pero solo asentí y cerré la puerta tras ella.

Los años pasaron y aprendí a vivir con el dolor. Emiliano creció fuerte y alegre; nunca le faltó amor ni cuidado. Pero cada vez que preguntaba por su papá, yo solo podía decirle:

—Tu papá está lejos, pero te quiere mucho.

No sé si era verdad o solo una mentira piadosa para protegerlo del mundo cruel que nos tocó vivir.

Hoy, mientras veo a Emiliano jugar en el patio bajo el sol de Puebla, me pregunto si algún día podré perdonar a Julián o a doña Carmen por lo que hicieron. ¿Es posible reconstruir un corazón roto? ¿O hay heridas que nunca sanan?

¿Ustedes qué harían si estuvieran en mi lugar? ¿Perdonarían o seguirían adelante sin mirar atrás?