Cuando conocí a Mariana: El dilema de la mitad de mi vida

—¿Por qué llegaste tan tarde, Caleb? —La voz de Lucía, mi esposa, me recibió como un portazo cuando crucé la puerta esa noche. El reloj marcaba las diez y media, y yo no tenía una excusa convincente. Solo el eco de una risa, la de Mariana, seguía retumbando en mi cabeza.

Me quedé parado en el umbral, con el maletín colgando flojo de mi mano. Lucía me miraba desde la cocina, con el delantal aún puesto y los ojos cansados. Nuestros hijos ya no vivían en casa; la soledad se había instalado entre nosotros como un mueble más.

—Se complicó el cierre del informe —mentí, evitando su mirada.

No era mentira del todo. El informe se había complicado, pero lo que realmente me había retenido era la conversación con Mariana, la nueva gerente de proyectos. Mariana tenía 48 años, cabello oscuro y rizado, y una energía que parecía encender la oficina entera. Cuando hablaba, todos escuchaban; cuando reía, hasta los más serios sonreían. Yo, a mis 55 años, sentía que el corazón me latía como cuando tenía veinte.

Esa noche, mientras cenaba en silencio junto a Lucía, recordé el momento exacto en que Mariana me miró a los ojos y dijo:

—Caleb, ¿alguna vez sentiste que tu vida podía cambiar en un instante?

No supe qué responderle entonces. Ahora tampoco. Pero desde ese día, empecé a preguntármelo cada mañana al despertar.

En la oficina, Mariana y yo nos fuimos acercando. Al principio eran charlas sobre trabajo, luego sobre música, sobre libros, sobre sueños postergados. Un día me contó que había dejado a su esposo hace tres años porque no soportaba la rutina ni el silencio compartido. Me miró con una mezcla de tristeza y desafío.

—¿Y tú? ¿Eres feliz, Caleb?

Esa pregunta me persiguió durante semanas. Lucía y yo llevábamos treinta años juntos. Habíamos criado dos hijos, sobrevivido a crisis económicas, mudanzas y enfermedades. Pero hacía tiempo que no nos mirábamos como antes. La pasión se había ido apagando, reemplazada por una cómoda costumbre.

Una tarde lluviosa de viernes, Mariana me invitó a tomar un café después del trabajo. Dudé antes de aceptar, pero la curiosidad pudo más.

—¿Sabes qué me gusta de ti? —me dijo mientras jugaba con la cuchara—. Que todavía tienes sueños en los ojos.

Me reí nervioso. Hacía años que nadie me decía algo así. Sentí una mezcla de culpa y euforia. ¿Estaba mal querer sentirme vivo otra vez?

Esa noche llegué aún más tarde a casa. Lucía ya dormía en el sofá con la televisión encendida. La miré largo rato; vi las arrugas nuevas en su rostro, las manos entrelazadas sobre el vientre. Me pregunté si ella también soñaba con otra vida.

Los días siguientes fueron una montaña rusa emocional. Mariana empezó a buscarme más seguido; mensajes por WhatsApp a cualquier hora, bromas privadas en reuniones, miradas cómplices. Yo intentaba mantener la distancia, pero cada vez era más difícil.

Un sábado por la mañana, mientras desayunábamos en silencio, Lucía dejó caer la taza y se rompió en mil pedazos.

—¿Hay otra mujer? —preguntó sin rodeos.

Me quedé helado. No supe qué decirle. No había pasado nada físico entre Mariana y yo, pero mi corazón ya estaba dividido.

—No… bueno… no sé —balbuceé.

Lucía se levantó despacio y fue al cuarto sin decir palabra. Sentí una punzada en el pecho; culpa, miedo y tristeza mezclados como un trago amargo.

Esa tarde salí a caminar por el barrio. Vi parejas jóvenes riendo en las plazas, ancianos tomados de la mano en los bancos. Me pregunté si todos en algún momento sentían este vacío.

La relación con Mariana se volvió más intensa. Un día me invitó a su departamento para cenar. Dudé mucho antes de ir, pero al final cedí.

—No quiero ser la causa de tu dolor —me dijo mientras servía vino—. Pero tampoco quiero mentirme: me gustas mucho.

Nos besamos esa noche. Fue un beso largo, lleno de deseo y miedo. Al volver a casa sentí que había cruzado una línea invisible.

Los días siguientes fueron un infierno. Lucía sospechaba todo; apenas me hablaba y cuando lo hacía era solo para discutir cuentas o tareas domésticas. Yo vivía dividido entre dos mundos: el hogar frío y silencioso con Lucía y la pasión clandestina con Mariana.

Una tarde mi hijo mayor me llamó desde Buenos Aires:

—Papá, ¿está todo bien con mamá? La noto rara por teléfono.

Mentí otra vez: “Todo bien, hijo”. Pero nada estaba bien.

Empecé a pensar seriamente en dejarlo todo e irme con Mariana. Fantaseaba con una vida nueva: viajes cortos a la playa, cenas improvisadas, risas espontáneas. Pero también pensaba en Lucía sola en nuestra casa grande y vacía; en mis hijos juzgándome; en los amigos que dejarían de hablarme.

Una noche discutí con Lucía como nunca antes:

—¿Por qué no luchas por nosotros? —me gritó entre lágrimas—. ¿Por qué te rendiste?

No supe qué responderle. Tal vez porque yo mismo no sabía si quería luchar o rendirme.

Mariana empezó a impacientarse:

—No puedo esperarte toda la vida —me dijo un día—. Si no decides pronto, seguiré mi camino.

Me sentí acorralado entre dos fuegos: el deber y el deseo; la lealtad y la pasión; el pasado y el futuro.

Finalmente llegó el día en que tuve que decidir. Me senté frente a Lucía en la mesa del comedor; ella tenía los ojos rojos pero firmes.

—No quiero seguir viviendo así —le dije—. No sé si puedo amarte como antes.

Ella asintió despacio:

—Tal vez ninguno puede ya.

Nos abrazamos largo rato; lloramos juntos por todo lo perdido y lo que nunca volvería.

Esa noche llamé a Mariana para decirle que necesitaba tiempo para estar solo, para entender quién era sin Lucía ni ella. Mariana lloró al teléfono pero entendió.

Hoy vivo solo en un departamento pequeño del centro de Medellín. A veces ceno con mis hijos; otras veces salgo a caminar bajo las luces de la ciudad pensando en todo lo que gané y perdí por buscar una segunda oportunidad.

¿Vale la pena arriesgarlo todo por un poco de felicidad tardía? ¿O es solo miedo a enfrentar nuestra propia soledad? ¿Ustedes qué harían si estuvieran en mi lugar?