Entre nosotras y el dinero: El precio de una hermana

—¿Así que ahora todo lo que importa es el dinero, Laura? —La voz de Lucía retumbó en la sala, rebotando entre las paredes desnudas de la casa de mamá. Afuera, la lluvia golpeaba el tejado como si quisiera borrar nuestras palabras, pero era imposible: lo dicho ya no tenía vuelta atrás.

Me quedé de pie, con los papeles de la herencia temblando en mis manos. Nunca imaginé que el testamento de mamá sería la chispa que encendería este incendio. Desde pequeñas, Lucía y yo habíamos compartido todo: la cama en la que dormíamos apretadas durante los apagones, los secretos susurrados bajo las sábanas, el miedo cuando papá llegaba borracho y gritaba hasta quedarse sin voz. Pero ahora, frente a esos números fríos y firmas legales, sentí que un abismo se abría entre nosotras.

—No es solo el dinero —respondí, intentando mantener la calma—. Es lo que representa. Todo lo que mamá quiso para nosotras…

Lucía me interrumpió con una carcajada amarga.

—¿Mamá? ¿La misma que siempre te defendía y a mí me dejaba con las tareas más pesadas? No vengas a hablarme de justicia, Laura. Tú siempre fuiste la favorita.

Sus palabras me atravesaron como cuchillos. Recordé las tardes en las que mamá me llevaba al médico mientras Lucía se quedaba limpiando la casa. Recordé cómo yo era la que recibía los abrazos cuando lloraba, mientras Lucía aprendía a tragarse las lágrimas en silencio.

—Eso no es cierto —susurré, pero ni yo misma lo creí del todo.

El abogado había dejado claro: la casa sería mía, pero Lucía recibiría el pequeño apartamento en Envigado. Era lo que mamá había decidido, pero para Lucía era una traición más. Y para mí, una carga insoportable.

—¿Sabes qué es lo peor? —dijo Lucía, acercándose tanto que pude ver el brillo de sus ojos llenos de rabia—. Que ni siquiera tienes el valor de admitirlo. Siempre te escondes detrás de lo que otros deciden por ti.

Sentí cómo mi garganta se cerraba. Quise abrazarla, decirle que nada de esto importaba realmente, que éramos hermanas y eso debía estar por encima de cualquier papel o propiedad. Pero las palabras se quedaron atascadas en mi pecho.

La lluvia seguía cayendo cuando Lucía salió dando un portazo. Me quedé sola en la sala, rodeada de recuerdos: las fotos en blanco y negro de nuestra infancia, los diplomas polvorientos colgados en la pared, el olor a café recién hecho mezclado con el de la humedad.

Esa noche no dormí. Di vueltas en la cama pensando en todo lo que habíamos vivido juntas: los juegos en la calle empedrada, las peleas por el último trozo de arepa, las veces que nos defendimos mutuamente en el colegio cuando alguien se metía con alguna de las dos. ¿En qué momento dejamos de ser un equipo?

Al día siguiente, fui a buscarla al apartamento de Envigado. El barrio era más silencioso que el nuestro; las casas parecían observarme con desconfianza. Toqué la puerta varias veces antes de escuchar su voz apagada:

—No quiero hablar contigo.

—Por favor, Lucía…

La puerta se abrió apenas unos centímetros. Vi su rostro cansado, los ojos hinchados por el llanto.

—¿Qué quieres ahora? ¿Venir a asegurarte de que no me robe nada?

Negué con la cabeza, sintiendo cómo las lágrimas me ardían en los ojos.

—Solo quiero entenderte… Quiero arreglar esto.

Lucía suspiró y abrió un poco más la puerta. Me invitó a pasar sin decir palabra. Nos sentamos frente a frente en la pequeña cocina. El silencio era tan denso que podía cortarse con un cuchillo.

—¿Sabes qué duele más? —dijo finalmente—. Que nunca hablamos de lo que pasó cuando éramos niñas. Siempre fingimos que todo estaba bien, pero yo cargué sola con muchas cosas…

La miré y sentí una culpa inmensa. Nunca le pregunté cómo se sentía cuando mamá me protegía o cuando papá le gritaba solo a ella por llegar tarde del colegio. Yo solo quería sobrevivir; nunca pensé en cómo sobrevivía ella.

—Perdóname —dije al fin—. No supe ver tu dolor.

Lucía bajó la mirada y jugueteó con una taza vacía.

—No sé si pueda perdonarte todavía —susurró—. Pero al menos ahora sé que quieres intentarlo.

Nos quedamos así un largo rato, sin hablar, escuchando los ruidos del barrio: un vendedor ambulante gritando «arepas calientitas», niños jugando fútbol en la calle, una vecina regañando a su hijo por ensuciarse la ropa.

Salí del apartamento con el corazón hecho trizas pero también con una pequeña esperanza. Tal vez algún día podríamos sanar nuestras heridas. Tal vez podríamos volver a ser hermanas antes que enemigas.

Ahora, cada vez que paso frente a la casa vieja o escucho llover sobre el tejado, me pregunto: ¿Cuánto vale realmente una familia? ¿Vale la pena perderlo todo por un poco de dinero? ¿Y si nunca logramos perdonarnos del todo?