La envidia bajo el velo blanco: La boda de mi hermana y los regalos de papá
—¿Por qué a ella sí y a mí no? —me pregunté, apretando los puños bajo la mesa del salón decorado con flores blancas y luces cálidas. El bullicio de la fiesta de boda de Camila llenaba el aire, pero yo solo podía escuchar el eco de mi propia rabia. Mi papá, don Ernesto, reía a carcajadas mientras le entregaba a Camila las llaves de un auto nuevo, envuelto en un moño rojo. Mamá lloraba de emoción, tía Lucía aplaudía, y yo… yo sentía que me ahogaba.
Desde niñas, Camila y yo fuimos diferentes. Ella, la dulce, la obediente, la que nunca levantaba la voz. Yo, la rebelde, la que discutía con papá cuando llegaba tarde o cuando se olvidaba de mi cumpleaños. Pero nunca pensé que esa diferencia se haría tan evidente en un día como hoy.
—Mariana, vení para la foto —me llamó Camila, su vestido blanco resplandeciendo bajo las luces. Me acerqué, forzando una sonrisa. Cuando papá me abrazó para la foto familiar, sentí su mano temblar levemente sobre mi hombro. ¿Culpa? ¿O solo nervios por la fiesta?
—Te ves hermosa, hija —me susurró mamá al oído, pero su mirada estaba fija en Camila.
La fiesta siguió entre risas y brindis. Los invitados bailaban cumbia y salsa, los niños corrían entre las mesas. Yo me refugié en el balcón con una copa de vino barato. Desde ahí veía a papá rodeado de amigos, presumiendo el auto que le regaló a Camila. Recordé mi graduación universitaria: papá llegó tarde y sin regalo. «No alcancé a comprar nada, hija, pero te quiero mucho», me dijo entonces.
—¿Por qué a ella sí le das todo? —le pregunté una vez, años atrás.
—No digas eso, Mariana. Las cosas no son así —respondió él, sin mirarme a los ojos.
Pero sí eran así. Hoy lo comprobaba.
El aire fresco del balcón no calmaba mi pecho apretado. Sentí pasos detrás de mí.
—¿Estás bien? —Era Camila, su voz suave como siempre.
—Sí… solo necesitaba un respiro —mentí.
Ella se apoyó a mi lado. Por un momento guardamos silencio, mirando las luces de la ciudad de Medellín titilar a lo lejos.
—Sé que esto es difícil para ti —dijo de pronto—. Pero quiero que sepas que te amo mucho.
Sentí un nudo en la garganta. ¿Difícil para mí? ¿Por qué lo sería? ¿Acaso ella también notaba la diferencia?
—¿Por qué dices eso? —pregunté con voz ronca.
Camila suspiró.—Porque sé que papá… bueno, que no siempre ha sido justo contigo. Yo tampoco entiendo por qué. Pero no quiero que eso nos separe.
Me mordí el labio para no llorar. Quise decirle tantas cosas: que siempre sentí que debía esforzarme el doble para recibir la mitad del cariño; que cada vez que papá la abrazaba frente a mí era como si me recordara lo poco que yo importaba; que odiaba sentirme así en el día más feliz de su vida.
Pero solo dije:
—No es tu culpa.
Camila me abrazó fuerte.—Te necesito conmigo hoy. Por favor.
Volvimos al salón tomadas de la mano. La música subió de volumen y todos nos rodearon para bailar el vals familiar. Papá me buscó con la mirada y por un instante creí ver arrepentimiento en sus ojos. Pero cuando Camila se acercó, él la tomó entre sus brazos y giraron juntos bajo las luces.
La noche avanzó entre brindis y discursos. Cuando llegó mi turno de hablar frente al micrófono, sentí las miradas clavadas en mí. Tragué saliva y miré a Camila:
—Hoy veo a mi hermana empezar una nueva vida… y aunque admito que tengo sentimientos encontrados —mi voz tembló— quiero decirte que te admiro y te quiero más de lo que puedo expresar aquí. Espero que seas muy feliz.
Los aplausos me envolvieron como una ola cálida. Vi a mamá llorar otra vez, esta vez por mí.
Al final de la fiesta, mientras ayudábamos a recoger los regalos, papá se acercó en silencio.
—Mariana…
Lo miré sin decir nada.
—Sé que he cometido errores contigo —dijo bajito—. No sé cómo arreglarlo, pero quiero intentarlo.
No respondí. Solo asentí con la cabeza y seguí guardando cajas.
Esa noche, ya en mi cuarto, lloré por todo lo que nunca dije y por todo lo que aún espero recibir. Lloré por la niña que fui y por la mujer que soy ahora: fuerte pero herida, orgullosa pero necesitada de amor paterno.
A veces me pregunto: ¿será posible sanar estas heridas? ¿O estamos condenadas a vivir bajo el peso de los favoritismos familiares? ¿Cuántos de ustedes han sentido lo mismo alguna vez?