Cuando los hijos de Iván supieron que vivíamos juntos: Ahora no nos dejan en paz

—¿Por qué ella tiene que estar aquí? —gritó Camila, la hija mayor de Iván, apenas cruzó la puerta y me vio sentada en el sillón de la sala. Su voz retumbó en las paredes del pequeño departamento en el centro de Medellín, y sentí cómo mi corazón se encogía de miedo y vergüenza. Iván, parado entre nosotras, me miró con esos ojos llenos de culpa y cansancio que últimamente eran su única expresión.

No supe qué decir. ¿Cómo explicarle a una adolescente que no vine a quitarle nada, que solo busco un poco de amor después de tantos años de soledad? Pero Camila no quería escucharme. Detrás de ella, su hermano menor, Tomás, me miraba con una mezcla de curiosidad y resentimiento. Tenía apenas diez años, pero ya parecía cargar el peso del mundo sobre sus hombros.

Todo comenzó hace seis meses, cuando conocí a Iván en la cafetería donde trabajo. Él venía todos los jueves a leer el periódico y tomar café solo. Un día me sonrió y me preguntó por mi nombre. «Mariela», le respondí, y desde entonces nuestras conversaciones se volvieron el mejor momento de mi semana. Cuando me invitó a salir, sentí que algo nuevo nacía en mí, una esperanza que creía perdida desde que mi ex esposo me dejó por otra mujer.

Iván era diferente: atento, cariñoso, siempre dispuesto a escucharme. Me contó sobre su divorcio, sobre lo difícil que había sido criar a sus hijos solo. «No es fácil ser papá y mamá al mismo tiempo», me confesó una noche mientras caminábamos por el Parque Bolívar. Yo le hablé de mis propios miedos, de cómo la soledad puede volverse una sombra que te sigue a todas partes.

Después de tres meses juntos, Iván me propuso que viviéramos juntos. «Mis hijos pasan la mitad del tiempo conmigo y la otra mitad con su mamá. Podemos intentarlo», dijo con una sonrisa tímida. Yo acepté sin pensarlo mucho; creí que el amor podía con todo.

Pero la realidad fue otra. La primera vez que Camila y Tomás llegaron al departamento y vieron mis cosas en el armario, sus caras cambiaron para siempre. Camila dejó de hablarme y Tomás empezó a hacer berrinches por cualquier cosa. Iván intentaba mediar, pero cada intento terminaba en gritos o en silencios incómodos durante la cena.

—No quiero cenar si ella está aquí —dijo Tomás una noche, empujando el plato lejos de sí.

—Tomás, por favor… —suplicó Iván.

—¡No! ¡Quiero que se vaya! —gritó el niño.

Yo me levanté y fui a mi cuarto, tragándome las lágrimas. Escuché cómo Iván intentaba calmarlo, pero solo conseguía que Camila se encerrara en su habitación y pusiera música a todo volumen.

Las semanas pasaron y la tensión creció. Los vecinos empezaron a murmurar; en el edificio nadie veía bien que Iván tuviera «otra mujer» tan pronto después del divorcio. En la tienda del barrio, doña Rosa me miraba con desconfianza cada vez que iba a comprar pan.

Una tarde, mientras lavaba los platos, Camila entró a la cocina y me miró fijamente.

—¿Por qué no te vas? —me preguntó con frialdad—. Mi mamá dice que eres una aprovechada.

Sentí un nudo en la garganta. No sabía cómo responderle sin parecer débil o mentirosa.

—No quiero quitarles a su papá —le dije suavemente—. Solo quiero ser parte de su vida si ustedes me lo permiten.

Camila bufó y salió dando un portazo.

Esa noche Iván y yo discutimos por primera vez. Él estaba agotado; yo también. «No sé qué hacer», me dijo con voz quebrada. «Siento que estoy perdiendo a mis hijos».

—¿Y yo? —le pregunté—. ¿Qué pasa conmigo? ¿Acaso mi felicidad no importa?

Nos quedamos en silencio largo rato. Por primera vez sentí miedo de perderlo todo: a Iván, mi nueva vida, incluso mi dignidad.

Las cosas empeoraron cuando la ex esposa de Iván empezó a llamarlo todos los días para reclamarle por cualquier cosa: que los niños estaban tristes, que no comían bien, que yo era una mala influencia. Una tarde llegó al departamento sin avisar y armó un escándalo en plena portería.

—¡Eres un irresponsable! —le gritó a Iván delante de todos—. ¡Tus hijos te odian por culpa de esa mujer!

Yo solo pude mirar al suelo mientras los vecinos salían a ver el espectáculo. Sentí tanta vergüenza que pensé en hacer las maletas esa misma noche.

Pero no lo hice. Me quedé porque aún creía en nosotros, porque sabía que detrás del dolor de esos niños había miedo e inseguridad, no odio verdadero.

Un día Tomás se enfermó y fue yo quien lo cuidó mientras Iván trabajaba. Le preparé sopa y le leí cuentos hasta que se quedó dormido abrazado a mi brazo. Cuando despertó, me miró con ojos diferentes; ya no había rabia sino algo parecido a la gratitud.

Camila tardó más tiempo, pero una tarde la encontré llorando en el balcón. Me acerqué despacio y le ofrecí un pañuelo.

—Extraño cómo era todo antes —me confesó entre sollozos—. No es justo que todo cambie tan rápido.

La abracé sin decir nada. Por primera vez sentí que podía ser parte de su vida sin reemplazar a nadie.

Hoy las cosas siguen siendo difíciles; cada día es una nueva batalla contra prejuicios ajenos y heridas propias. Pero también hay pequeños momentos de paz: una risa compartida, una cena sin gritos, un abrazo inesperado.

A veces me pregunto si hice bien en soñar con una familia nueva o si solo fui ingenua al pensar que el amor basta para sanar todo. ¿Ustedes qué harían en mi lugar? ¿Vale la pena luchar por un amor así cuando el precio es tan alto?