Entre el campo y la ciudad: El precio de vivir con mi suegra

—¿Por qué dejaste la puerta abierta? ¡Se va a meter el frío! —gritó doña Carmen desde la cocina, mientras yo apenas cruzaba el umbral con las bolsas del mandado. Sentí cómo el peso de su mirada me atravesaba la espalda, igual que cada mañana desde que mi esposo y yo nos mudamos a su casa en este pueblo perdido de Veracruz.

Nunca imaginé que la decisión de dejar nuestro pequeño departamento en Xalapa para venir aquí sería el principio de tantas lágrimas. Recuerdo la emoción de mi esposo, Luis, cuando me propuso la idea: “Mi mamá está sola, tiene espacio de sobra y podríamos ahorrar para nuestra propia casa”. Yo, ingenua, acepté pensando que sería temporal, que la vida en el campo nos daría tranquilidad y tiempo para planear nuestro futuro.

Pero desde el primer día, todo cambió. Doña Carmen, con su voz dulce y su sonrisa amable frente a los vecinos, se transformaba puertas adentro. “Aquí las cosas se hacen a mi manera”, me dijo la primera noche, mientras yo trataba de acomodar nuestras maletas en el cuarto que nos asignó. Luis solo me miró, incómodo, pero no dijo nada.

Las primeras semanas fueron un desfile de pequeñas humillaciones. Si lavaba los trastes, ella los revisaba y los volvía a lavar. Si cocinaba, encontraba defectos: “En esta casa no se usa tanto aceite”, “¿Por qué le pones cebolla al arroz?”. Me sentía una extraña en mi propio hogar, caminando de puntitas para no molestarla.

Una tarde, mientras colgaba ropa en el patio, escuché a doña Carmen hablando por teléfono con su hermana:
—Esta muchacha no sabe nada de la vida del campo. Todo el día está en el celular o viendo novelas. No sé qué vio Luis en ella.

Sentí un nudo en la garganta. Quise correr a buscar consuelo en Luis, pero él llegaba cada vez más tarde del trabajo. Cuando por fin estaba en casa, se encerraba en el cuarto con su laptop o salía a ayudar a su mamá con el ganado. Yo quedaba sola, atrapada entre paredes ajenas y silencios incómodos.

Una noche, después de una discusión por el uso del baño —doña Carmen insistía en que sólo se podía bañar uno cada dos días para ahorrar agua—, exploté:
—¡Ya no aguanto más! —le grité a Luis—. ¡Tu mamá me odia y tú no haces nada!

Luis bajó la mirada. “Es su casa… hay que respetar sus reglas”, murmuró. Sentí cómo algo dentro de mí se rompía.

Empecé a extrañar mi vida anterior: los paseos por el parque Juárez, el bullicio del mercado, las tardes de café con mis amigas. Aquí todo era silencio y tierra mojada. Los vecinos apenas me saludaban; yo era la forastera que vino de la ciudad.

Un día, mientras barría el patio, llegó mi cuñada Mariana con sus hijos. Apenas cruzó la puerta, doña Carmen la abrazó y le sirvió café con pan dulce. A mí ni siquiera me ofreció un vaso de agua. Mariana me miró con lástima:
—No te lo tomes personal, así es mi mamá con las nueras…

Pero yo sí me lo tomaba personal. Cada desprecio era una herida nueva.

Una tarde lluviosa, recibí una llamada de mi madre desde Coatzacoalcos:
—¿Cómo estás, hija? Te escucho triste.

No pude evitar llorar. Le conté todo: las peleas, la soledad, las ganas de huir.
—Vente unos días para acá —me dijo—. Aquí siempre tendrás tu casa.

Esa noche le propuse a Luis irnos juntos unos días a Coatzacoalcos. Él se negó: “No puedo dejar sola a mi mamá”. Sentí rabia y tristeza al mismo tiempo. ¿En qué momento dejé de ser su prioridad?

Las semanas pasaron y mi salud empezó a resentirse. Dormía mal, comía poco. Un día desperté con fiebre y dolor de cabeza. Doña Carmen entró al cuarto sin tocar:
—¿Otra vez enferma? En la ciudad se enferman por cualquier cosa… Aquí hay que ser fuerte.

Luis me llevó al centro de salud más cercano. El doctor dijo que era estrés. “Necesita descansar y estar tranquila”, recomendó.

De regreso a casa, le pedí a Luis que habláramos seriamente:
—No puedo seguir así —le dije entre lágrimas—. Me estoy enfermando aquí.

Luis guardó silencio largo rato. Finalmente dijo:
—Dame tiempo para ahorrar un poco más… Prometo que pronto nos iremos.

Pero los días se hicieron semanas y las semanas meses. Cada vez sentía menos esperanza.

Una mañana encontré mis cosas fuera del cuarto: doña Carmen había decidido usarlo para guardar maíz. “Pueden dormir en la sala”, dijo sin mirarme a los ojos.

Esa fue la gota que derramó el vaso. Llamé a mi madre y le pedí que viniera por mí. Cuando Luis llegó esa noche, le dije que me iba unos días a Coatzacoalcos para pensar.

Doña Carmen ni siquiera salió a despedirse.

Ahora escribo estas líneas desde el cuarto donde crecí, rodeada del olor familiar del café recién hecho y las voces cálidas de mi familia. Siento alivio pero también culpa: ¿abandoné a Luis? ¿Hice mal en priorizar mi bienestar?

A veces pienso en todas las mujeres que viven situaciones parecidas: atrapadas entre el deber y el deseo de ser felices. ¿Por qué nos enseñan a aguantarlo todo? ¿Hasta cuándo debemos sacrificar nuestra paz por complacer a los demás?

¿Ustedes qué harían en mi lugar? ¿Vale la pena perderse a una misma por mantener una familia unida?