La cima y el abismo: Lo que perdí al ganar

—¿De verdad te vas, Camila? —La voz de mi madre retumba en el pasillo, quebrada, como si cada palabra le costara un pedazo de alma.

No respondo. Mis manos tiemblan mientras meto la última blusa en la maleta. El eco de la casa vacía me golpea más fuerte que cualquier grito. Afuera, el cielo de Bogotá amenaza lluvia, y yo siento que llevo una tormenta adentro.

Nunca imaginé que mi vida llegaría a esto. Yo, Camila Ríos, la hija mayor de una familia tradicional, la que siempre buscó el equilibrio entre trabajo y hogar, ahora me marcho sola. ¿En qué momento se rompió todo?

Recuerdo cuando conocí a Andrés en la universidad. Él era el tipo de hombre que hacía reír a todos en la cafetería, el que soñaba con abrir su propio restaurante y vivir sin horarios. Yo era más cautelosa, prefería la seguridad de un empleo estable en una empresa multinacional. Nos enamoramos entre libros y cafés baratos, prometiéndonos nunca dejar de apoyarnos.

Pero los años pasaron y las promesas se volvieron cadenas. Andrés empezó a resentir mi dedicación al trabajo. «¿Por qué tienes que quedarte hasta tan tarde?», preguntaba cada noche. Yo intentaba explicarle: «Es solo por este proyecto, después tendré más tiempo». Pero siempre había otro proyecto, otra meta.

La presión en la oficina era brutal. Mi jefe, la señora Valeria Mendoza, no creía en horarios flexibles ni en excusas familiares. «Si quieres llegar lejos, Camila, tienes que sacrificar algo», me decía con esa mirada fría que no admitía réplicas. Y yo quería llegar lejos. No por ambición desmedida, sino porque sentía que debía demostrarle a mi familia —y a mí misma— que podía ser más que una buena esposa.

Andrés abrió su restaurante en Chapinero y al principio todo era emoción y nerviosismo compartido. Pero cuando las cosas no salieron como esperaba y las cuentas empezaron a apretar, su frustración se volvió enojo. «Tú tienes tu sueldo fijo, tú no entiendes lo que es arriesgarse», me gritó una noche después de cerrar el local con pérdidas.

Yo sí entendía. Entendía el miedo de fallar, el cansancio de darlo todo y sentir que no es suficiente. Pero también entendía el orgullo de lograr algo propio. Cuando finalmente me ascendieron a gerente regional, sentí una mezcla de euforia y culpa. Andrés ni siquiera vino a la celebración.

Las discusiones se volvieron rutina. «No eres la misma», decía él. «¿Y tú sí?», le respondía yo. Nos lanzábamos reproches como cuchillos: él por mi ausencia, yo por su falta de apoyo. Mi madre intentaba mediar: «Camila, una mujer puede ser exitosa sin perder su hogar». Pero yo ya no sabía cómo.

Una noche lluviosa, después de otra pelea absurda por quién debía hacer mercado, Andrés me miró con los ojos llenos de lágrimas contenidas:

—¿Vale la pena todo esto si nos estamos perdiendo?

No supe qué decirle. Me encerré en el baño y lloré hasta quedarme dormida en el suelo frío.

El punto de quiebre llegó cuando mi empresa me ofreció un traslado a México. Era la oportunidad que siempre soñé: liderar un equipo internacional, viajar, crecer profesionalmente. Pero Andrés no quiso irse. «Mi vida está aquí», dijo seco. «Si te vas, te vas sola».

Esa noche empacamos silencios en vez de ropa. Mi madre vino a despedirse con arepas y lágrimas. Mi hermana menor me abrazó fuerte: «Haz lo que te haga feliz, Cami».

Ahora estoy aquí, con la maleta lista y el corazón hecho trizas. Miro por última vez el cuadro que pintamos juntos para nuestro primer aniversario: dos montañas unidas por un puente frágil.

—¿Y si nunca debimos cruzar ese puente? —me susurro mientras cierro la puerta.

El taxi espera afuera. El conductor, un hombre mayor con acento costeño, me sonríe:

—¿Viaje largo?
—Sí —respondo—. El más largo de mi vida.

Durante el trayecto al aeropuerto pienso en todo lo que dejo atrás: los domingos de mercado en Paloquemao, las peleas por tonterías, las reconciliaciones en la cocina mientras hacíamos chocolate caliente. Pienso en Andrés y en cómo nuestros sueños dejaron de caminar juntos.

En México todo es nuevo y abrumador: el tráfico interminable, los compañeros de oficina con acentos distintos, los almuerzos solitarios frente al ventanal del piso 20. Al principio me lanzo al trabajo como quien se lanza al vacío: reuniones eternas, presentaciones impecables, metas cumplidas una tras otra. Pero cada logro sabe a poco cuando llego al apartamento vacío y nadie me espera para cenar.

Mis amigas en Bogotá me escriben: «¡Eres una dura!», «¡Qué orgullo verte triunfar!» Pero yo solo siento nostalgia por lo simple: las tardes de lluvia viendo series con Andrés, los abrazos apretados después de un día difícil.

Un día recibo un mensaje inesperado:

—Hola Camila, ¿cómo estás? Solo quería saber si estás bien…

Es Andrés. Mi corazón late fuerte pero no respondo enseguida. ¿Qué podría decirle? ¿Que extraño su risa? ¿Que a veces daría todo por volver atrás?

En una videollamada con mi madre veo sus ojos preocupados:

—¿Estás feliz allá?
—No lo sé —respondo sincera—. Conseguí lo que quería… pero no sé si era lo que necesitaba.

Los meses pasan y aprendo a vivir conmigo misma. Hago nuevos amigos, viajo por trabajo a Monterrey y Guadalajara, descubro sabores distintos y bailo cumbia hasta el amanecer en una fiesta de oficina. Pero cada vez que veo parejas abrazadas en el parque Chapultepec siento un vacío imposible de llenar.

A veces pienso en regresar, pedirle perdón a Andrés y empezar de cero. Otras veces creo que hice lo correcto al elegir mi camino profesional. ¿Por qué nos enseñan que hay que escoger entre amor y éxito? ¿Por qué no podemos tener ambos?

Hoy empiezo a empacar otra vez; esta vez para mudarme a un apartamento más pequeño pero con vista al Ángel de la Independencia. Miro mis diplomas colgados en la pared y sonrío con tristeza.

Quizá algún día encuentre el equilibrio entre mis sueños y mi corazón. Por ahora solo puedo preguntarme:

¿De verdad vale la pena llegar tan alto si al final te quedas sola allá arriba?
¿Ustedes qué piensan? ¿Han tenido que elegir entre sus sueños y las personas que aman?