La traición de dos familias: el secreto de mi suegra

—¿Por qué no llega, mamá?— pregunté mirando el reloj por quinta vez en menos de media hora. El arroz ya estaba frío y la sopa que me trajo mi suegra, doña Carmen, apenas humeaba en la olla. Ella, sentada en la mesa de la cocina, me miró con esa sonrisa tibia que siempre me tranquilizaba.

—Ay, hija, no te preocupes. Ya sabes cómo es Andrés con el trabajo. Hoy hubo una avería en la fábrica y seguro está ayudando a los muchachos a resolverlo. No le hagas drama cuando llegue, ¿sí?— me dijo mientras me servía un poco de sopa.

Yo asentí, confiando en sus palabras. Siempre pensé que doña Carmen era mi aliada, mi segunda madre desde que llegué a vivir a este barrio de Medellín tras casarme con Andrés. Ella me llamaba cada vez que él se retrasaba, me traía comida para que no esperara con hambre y hasta me ayudaba con los niños cuando yo tenía que trabajar horas extras en el hospital.

Pero esa noche, mientras removía la sopa y escuchaba el tic-tac del reloj, sentí una punzada en el pecho. Algo no encajaba. Andrés llevaba semanas llegando tarde, siempre con una excusa diferente: capacitaciones, tráfico, reuniones de emergencia. Y doña Carmen siempre tenía una explicación lista antes de que yo siquiera preguntara.

Una tarde, mientras recogía la ropa del patio, escuché a mi suegra hablando por teléfono en voz baja. Me acerqué sin querer interrumpir, pero alcancé a oír: «No te preocupes, yo le digo que estás conmigo. Que no sospeche nada.»

Sentí un escalofrío recorrerme la espalda. ¿A quién le hablaba? ¿Por qué tenía que cubrir a Andrés? Esa noche no pude dormir. Me revolví en la cama mientras él roncaba a mi lado, preguntándome si estaba imaginando cosas o si realmente había algo más.

Los días pasaron y las dudas crecieron. Un sábado por la tarde, mientras Andrés decía estar en una capacitación, decidí ir a la fábrica con los niños. Quería sorprenderlo con su comida favorita. Pero al llegar, el vigilante me miró extrañado.

—¿Andrés? Él no está aquí hoy, señora Laura. Hoy no hay nadie del turno de él.—

Me quedé helada. Salí de ahí temblando y llamé a doña Carmen.

—¿Dónde está Andrés?— pregunté sin rodeos.

Hubo un silencio incómodo al otro lado de la línea.

—Ay, hija… seguro fue a comprar algo para la casa. No te preocupes tanto.—

Colgué sintiendo que el mundo se me venía encima. Esa noche enfrenté a Andrés cuando llegó. Me miró a los ojos y mintió sin pestañear: «Estuve todo el día en la fábrica». Yo solo asentí, tragándome las lágrimas.

Las semanas siguientes fueron un infierno silencioso. Empecé a notar mensajes extraños en su celular, llamadas que cortaba apenas yo entraba a la habitación y un perfume diferente en su ropa. Un día encontré un recibo de hotel en su chaqueta. El nombre de una mujer estaba escrito con lápiz labial: «Gracias por todo, amor».

Me senté en la cama con el recibo entre las manos y lloré como nunca antes. No solo por la traición de Andrés sino porque sentía que doña Carmen también me había fallado. Ella era quien me decía que tuviera paciencia, que no hiciera escenas porque «los hombres pasan por momentos difíciles».

Decidí enfrentarla. Fui a su casa con el corazón hecho pedazos.

—¿Por qué me mentiste?— le pregunté apenas abrió la puerta.

Ella bajó la mirada y suspiró.

—Laura… yo solo quería protegerte. Pensé que si te lo decía todo se iba a destruir…

—¡Ya está destruido!— grité entre lágrimas.— ¡Tú eras mi familia! ¿Cómo pudiste ayudarlo a mentirme?

Doña Carmen se sentó y empezó a llorar también.

—Yo también sufrí lo mismo con el papá de Andrés… Nunca tuve el valor de enfrentar la verdad y pensé que era mejor así… No quería verte sola con los niños…

Sentí rabia, tristeza y compasión al mismo tiempo. ¿Cuántas mujeres habían callado por miedo? ¿Cuántas suegras habían preferido proteger a sus hijos antes que a sus nueras?

Esa noche dormí en casa de mi mamá. Le conté todo entre sollozos y ella solo me abrazó fuerte.

—Mija, uno no puede vivir de mentiras ajenas. Tienes que pensar en ti y en tus hijos.—

Pasaron días antes de que pudiera mirar a Andrés a los ojos sin sentir asco. Él intentó justificarse: «Fue un error, Laura. No quise hacerte daño». Pero las palabras ya no servían de nada.

La familia se dividió. Mis cuñadas me llamaban para decirme que no fuera tan dura, que pensara en los niños. Mi mamá me apoyaba en todo momento, pero yo sentía un vacío enorme.

Un domingo cualquiera, mientras veía a mis hijos jugar en el parque, entendí que tenía que tomar una decisión por mí misma. No podía seguir viviendo entre mentiras ni permitir que mis hijos crecieran pensando que era normal callar ante la traición.

Pedí el divorcio y busqué ayuda psicológica para mí y para los niños. Fue duro al principio; las noches eran largas y solitarias, pero poco a poco fui recuperando mi fuerza.

Doña Carmen intentó acercarse varias veces. Me pidió perdón llorando y me dijo que ojalá hubiera tenido el valor de enfrentar la verdad antes.

Hoy, después de todo lo vivido, sigo preguntándome: ¿Por qué las mujeres seguimos cubriendo los errores de los hombres? ¿Hasta cuándo vamos a callar para proteger una familia rota?

¿Ustedes qué harían si descubrieran una traición así? ¿Perdonarían o romperían el silencio como yo?