“Tú tienes dinero, paga la boda de tu hermana” – Un drama familiar latinoamericano

—Mariana, ¿puedes salir un momento? —La voz de mi jefe retumbó en la sala de reuniones, pero yo apenas lo escuché. El celular vibraba en mi mano como si fuera una bomba a punto de explotar. Era mi mamá. Otra vez.

Contesté en voz baja, esperando que fuera algo urgente, pero no estaba preparada para lo que venía.

—¿Qué pasó, mamá? Estoy en el trabajo —susurré, mirando de reojo a mis compañeros.

—Hija, necesito que me escuches —su tono era seco, casi autoritario—. Tu hermana se casa y tú tienes que ayudar. Mejor dicho, tú tienes que pagar la boda.

Sentí un nudo en el estómago. No era la primera vez que mi familia asumía que yo, por ser la hija mayor y la única con un trabajo estable en la Ciudad de México, debía cargar con todo. Pero esta vez era diferente. Era la boda de Camila, la consentida, la que nunca tuvo que preocuparse por nada porque yo siempre estaba ahí para resolverle la vida.

—Mamá, no puedo pagar una boda entera —respondí, tratando de mantener la calma—. Apenas me alcanza para mi renta y mis cosas.

—¡Pero tú ganas bien! —me interrumpió—. ¿Para qué estudiaste tanto si no puedes ayudar a tu familia? Camila no tiene a nadie más. ¿O prefieres verla casarse en el patio de la vecina?

La imagen me arrancó una sonrisa amarga. Camila siempre había soñado con una boda grande, con mariachi y vestido blanco. Yo… yo solo soñaba con un poco de paz.

Colgué el teléfono sintiendo que el mundo se me venía encima. Mi jefe me miró con desaprobación cuando regresé a la sala, pero ya no podía concentrarme. Solo pensaba en cómo decirle a mi mamá que no. O peor aún, cómo decirle que sí y renunciar a mis propios planes: el viaje que tenía ahorrado desde hace años, el curso de posgrado que quería tomar, incluso el pequeño departamento que apenas podía pagar.

Esa noche, Camila me llamó llorando.

—Mari, por favor… mamá dice que solo tú puedes ayudarme. Yo no quiero casarme sin fiesta —su voz era un susurro tembloroso—. Todos esperan algo bonito. ¿Vas a dejarme sola?

Sentí rabia y tristeza al mismo tiempo. ¿Por qué siempre era yo la responsable? ¿Por qué nadie le pedía nada a mi hermano Luis? Él también trabajaba, pero como era hombre y el menor, nadie esperaba que pusiera un peso.

Esa semana fue un infierno. Mi mamá me mandaba mensajes todos los días: fotos de salones de fiestas, cotizaciones de banquetes, hasta vestidos de novia carísimos. Mi papá apenas opinaba; él siempre había sido una sombra en casa, dejando las decisiones difíciles a las mujeres.

En el trabajo empecé a fallar. Llegaba tarde, distraída. Mi jefa me llamó a su oficina.

—Mariana, ¿todo bien en casa? —preguntó con voz suave.

No pude evitarlo: rompí en llanto frente a ella.

—Mi familia cree que soy un cajero automático —dije entre sollozos—. Me exigen cosas que no puedo darles.

Ella me miró con compasión.

—No eres responsable de los sueños de los demás —me dijo—. Tienes derecho a poner límites.

Pero poner límites en una familia mexicana es casi imposible. La culpa te persigue como sombra pegajosa: «¿Cómo le vas a negar algo a tu hermana?», «¿No te da vergüenza tener y no compartir?», «¿Qué van a decir los vecinos si hacemos una boda sencilla?».

El domingo fui a casa de mis papás para hablar cara a cara. Camila estaba ahí, probándose un vestido blanco frente al espejo del comedor. Mi mamá servía café como si nada pasara.

—Mamá, Camila —empecé—. No puedo pagar la boda completa. Puedo ayudar con algo pequeño, pero necesito ahorrar para mis cosas también.

Mi mamá dejó la taza sobre la mesa con fuerza.

—¿Eso es todo lo que tienes para tu hermana? —dijo con voz fría—. Después de todo lo que hemos hecho por ti…

Camila empezó a llorar otra vez.

—No me importa casarme sin fiesta —dijo entre sollozos—. Pero todos van a pensar que soy una fracasada.

Sentí cómo la culpa me ahogaba. Miré a mi papá buscando apoyo, pero él solo bajó la cabeza.

—¿Por qué siempre yo? —grité al fin—. ¿Por qué nadie le pide nada a Luis? ¿Por qué tengo que sacrificarme siempre?

Mi mamá me miró como si fuera una extraña.

—Porque eres la mayor. Porque tienes trabajo. Porque eres mujer y las mujeres cuidan de la familia —sentenció.

Salí corriendo de esa casa sintiéndome más sola que nunca. Caminé por las calles del barrio donde crecí, recordando todas las veces que puse los sueños de otros antes que los míos: cuando dejé la universidad un año para cuidar a Camila enferma; cuando pagué las medicinas de mi papá; cuando ayudé a Luis con su primer coche.

Esa noche no dormí. Pensé en todas las mujeres como yo: hijas mayores, responsables, invisibles cuando se trata de recibir pero imprescindibles cuando se trata de dar.

Al final decidí ayudar solo con lo que podía: pagué el vestido sencillo y un pequeño banquete para 30 personas. El resto lo tendrían que resolver entre todos o aceptar una boda humilde.

El día de la boda, Camila me abrazó fuerte antes de entrar al salón comunitario del barrio.

—Gracias por todo, Mari —susurró—. Perdón por exigirte tanto.

Mi mamá no me habló en toda la fiesta. Pero yo bailé como nunca antes: libre por primera vez en años.

Ahora me pregunto: ¿Hasta cuándo vamos a cargar las hijas mayores con los sueños y frustraciones de toda una familia? ¿Cuándo aprenderemos a decir «basta» sin sentirnos egoístas?