¿Soy una mala madre o por fin les di alas?
—¡No puedo más, Santiago! ¡No puedo más! —grité, con la voz quebrada, mientras sostenía las llaves en la mano temblorosa. Camila me miró con los ojos llenos de lágrimas, abrazando a mi nieta Valentina, que no entendía nada pero sentía el ambiente denso, casi irrespirable.
Nunca imaginé que llegaría a este punto. Yo, Rosa María, la madre que siempre soñó con una familia unida, estaba echando a mi propio hijo y a su esposa de la casa donde él creció. ¿Cómo llegamos hasta aquí? ¿En qué momento el amor se volvió tan pesado?
Todo comenzó hace tres años, cuando Santiago perdió su trabajo en la fábrica textil. Camila estaba embarazada y no tenían a dónde ir. «Mamá, solo será por unos meses, te lo prometo», me dijo él, con esa voz dulce que siempre usaba cuando necesitaba algo. Yo no lo dudé ni un segundo. Preparé el cuarto de visitas, compré sábanas nuevas y hasta pinté las paredes de azul celeste para que se sintieran en casa.
Al principio todo era armonía. Nos sentábamos a cenar juntos, compartíamos historias y hasta soñábamos con el futuro de Valentina. Pero los meses pasaron y la promesa se fue desvaneciendo. Santiago no encontraba trabajo estable y Camila, aunque intentaba vender postres en el barrio, apenas sacaba para los pañales. La casa se fue llenando de tensiones: discusiones por el dinero, por el espacio, por la crianza de Valentina.
—Mamá, ¿por qué siempre tienes que opinar sobre cómo criamos a nuestra hija? —me reclamó Camila una noche, después de que le sugerí que no le diera refresco a la niña.
—Porque esta también es mi casa y me preocupa su salud —le respondí, sintiendo cómo la rabia y el amor se mezclaban en mi pecho.
Santiago intentaba mediar, pero cada vez se veía más cansado, más frustrado. Empezó a salir por las tardes a buscar trabajo y volvía tarde, con la mirada perdida. Yo lo veía y se me partía el alma. Recordaba cuando era niño y venía corriendo a mis brazos después de caerse en la bicicleta. Ahora era un hombre derrotado y yo no sabía cómo ayudarlo sin sentir que lo estaba hundiendo más.
Las peleas se hicieron rutina. Un día era por la comida; otro, porque Camila quería invitar a su madre a quedarse unos días; otro más, porque Santiago gastó lo poco que tenía en una cerveza con sus amigos del barrio. La casa ya no era un hogar; era un campo de batalla.
Mis amigas me decían: «Rosa María, tienes que poner límites. No puedes cargar con todos». Pero yo sentía que si los echaba, los estaba abandonando. ¿Qué clase de madre hace eso? En mi familia siempre nos enseñaron que los hijos son para toda la vida.
Pero llegó el día en que ya no pude más. Fue una tarde lluviosa de junio. Camila y yo discutimos fuerte porque Valentina rompió un jarrón antiguo que era de mi abuela. Yo grité más de lo debido y Camila me respondió con palabras hirientes. Santiago llegó justo en medio del caos y explotó:
—¡Ya basta! ¡No podemos seguir así! —gritó él, golpeando la mesa.
Sentí que el corazón se me salía del pecho. Miré a mi nieta llorando en el rincón y supe que algo tenía que cambiar. Esa noche no dormí. Di vueltas en la cama pensando en todo lo que habíamos vivido juntos: los cumpleaños, las navidades apretados pero felices, las tardes de domingo viendo novelas mexicanas en la tele vieja.
A la mañana siguiente preparé café para todos y los llamé a la mesa.
—Hijos, tenemos que hablar —dije con voz firme pero suave—. Los amo con todo mi corazón, pero esto ya no es sano para nadie. Necesitan su propio espacio para crecer como familia. Yo también necesito recuperar mi paz.
Camila bajó la mirada y Santiago asintió en silencio. Les entregué las llaves y les dije que podían quedarse unos días más mientras encontraban dónde irse. Lloramos los tres abrazados en la cocina.
Hoy la casa está silenciosa. Extraño el bullicio de Valentina corriendo por el pasillo, extraño las risas (y hasta las peleas). Pero también siento una paz nueva, una ligereza que había olvidado. Santiago me llama cada semana; ya consiguió un trabajo en una ferretería y están rentando un cuartito cerca del mercado. Camila me manda fotos de Valentina jugando en el parque.
A veces me siento culpable. Me pregunto si fui demasiado dura o si debí aguantar un poco más. Pero también sé que si no hubiera tomado esa decisión, todos seguiríamos atrapados en ese círculo vicioso de dependencia y resentimiento.
¿Soy una mala madre por haberlos echado? ¿O finalmente les di la oportunidad de volar solos? ¿Ustedes qué harían en mi lugar? ¿Hasta dónde llega el amor de una madre?