El error que cambió mi destino: una llamada en la madrugada

—¡No, mamá! ¡No puedes hacerme esto! —grité, con la voz quebrada, mientras el teléfono vibraba entre mis dedos sudorosos. El reloj marcaba las 2:17 de la madrugada y la luz parpadeante del poste afuera apenas iluminaba el cuarto donde dormía mi hermana menor, Valeria. Yo estaba solo en la cocina, temblando, con el celular pegado a la oreja y el corazón golpeando tan fuerte que sentía que iba a desmayarme.

Pero no era mi mamá al otro lado de la línea. Ni siquiera era para mí esa llamada. Había marcado el número de Iza por error, o eso pensé. Lo que escuché me heló la sangre.

—¡Hice lo que dijiste, Iza! Le puse el polvo en el café. Estoy esperando a que haga efecto para salir de aquí. Pero, ¡carajo! ¿Qué era eso? ¡No se puede poner algo así en una bebida! —la voz de un hombre, nerviosa y temblorosa, llenó el silencio de mi cocina.

Por un segundo, no supe qué hacer. ¿Colgar? ¿Hablar? ¿Llamar a la policía? Mi mente voló a mil por hora. Pensé en mi papá, que nos abandonó cuando yo tenía ocho años; en mi mamá, que se partía el lomo limpiando casas ajenas en las afueras de Medellín; en Valeria, que apenas tenía diez años y soñaba con ser doctora aunque no teníamos ni para los útiles escolares.

—¿Iza? ¿Iza? ¿Estás ahí? —insistió el hombre al teléfono.

Tragué saliva y apreté el celular con fuerza.

—Perdón… creo que marcaste mal —alcancé a decir, con la voz más firme que pude.

Silencio. Luego, un clic. La llamada terminó.

Me quedé ahí, paralizado. El sudor frío me recorría la espalda. ¿Qué acababa de escuchar? ¿Un crimen? ¿Un accidente? ¿Una broma pesada? Mi mente se llenó de imágenes horribles: mi mamá desplomada en el piso de alguna casa rica; Valeria llorando porque nunca más volvería a vernos juntos.

No dormí esa noche. Cada vez que cerraba los ojos, veía la escena una y otra vez. Al amanecer, salí a buscar a mi mamá antes de que se fuera a trabajar.

—Mamá, ¿tú conoces a alguien que se llame Iza? —le pregunté, tratando de sonar casual.

Ella me miró raro, con esas ojeras profundas de quien lleva años sin descansar bien.

—¿Iza? No… ¿Por qué?

—Nada… soñé algo raro —mentí.

La vi salir apurada, con su bolso gastado y los zapatos rotos. Sentí una punzada en el pecho. Si algo le pasaba, yo sería el responsable por no haber hecho nada.

Pasaron los días y la culpa me carcomía. En el barrio todos hablaban del robo en la casa grande de la esquina; decían que la señora había caído enferma después de tomar un café extraño. Nadie sabía nada más. Yo sí.

Una tarde, mientras ayudaba a Valeria con la tarea, tocaron la puerta. Era don Ernesto, el portero del edificio donde trabajaba mi mamá.

—¿Tu mamá está? —preguntó serio.

—No… salió hace rato —respondí, nervioso.

—Dile que tenga cuidado. Hay rumores feos… dicen que alguien anda metiendo cosas raras en las bebidas de las empleadas. Y tú también cuídate, muchacho.

Asentí, sintiendo cómo el miedo me apretaba la garganta. Cuando mi mamá llegó esa noche, le conté todo. No pude más con el secreto.

—¡¿Por qué no me lo dijiste antes?! —me gritó, entre lágrimas y rabia— ¡Esto es peligroso! ¡Podrías haber salvado a alguien!

—¡Tenía miedo! ¡No sabía qué hacer! —le respondí, llorando también.

Esa noche fue la más larga de mi vida. Mi mamá llamó a sus amigas del trabajo y les advirtió. Algunas no le creyeron; otras sí y dejaron de tomar café en la casa grande. Pero nadie se atrevió a denunciar nada. Aquí en Medellín, los pobres aprendemos a callar para sobrevivir.

Días después, la policía llegó al barrio buscando testigos del incidente en la casa grande. Yo me escondí detrás de las cortinas mientras escuchaba cómo interrogaban a los vecinos. Nadie dijo nada. Todos sabían algo pero nadie quería problemas.

La tensión en casa creció como una sombra oscura. Mi mamá dejó de dormir; Valeria empezó a tener pesadillas; yo me sentía culpable por todo lo que estaba pasando. Una noche, mientras cenábamos arroz con huevo —lo único que había— mi mamá explotó:

—¡Esto no es vida! ¡No podemos vivir con miedo!

—¿Y qué quieres que haga? ¿Que vaya a la policía y termine muerto como don Julián? —le respondí sin pensar.

El silencio fue brutal. Don Julián era un vecino que había denunciado un robo y apareció muerto semanas después en un basurero.

Los días pasaron lentos y pesados. La señora de la casa grande nunca volvió al barrio; dicen que se fue a Bogotá para recuperarse. Nadie supo nunca quién le puso el polvo en el café ni por qué. Yo seguí cargando ese secreto como una piedra en el pecho.

Un día cualquiera, mientras caminaba al colegio con Valeria, vi a un hombre parado en la esquina mirándonos fijamente. Era alto, moreno, con una cicatriz en la mejilla. Sentí un escalofrío: era la voz del teléfono aquella noche.

Aceleré el paso y apreté la mano de mi hermana.

—¿Por qué caminas tan rápido? —preguntó ella.

—Nada… apúrate —le dije sin mirarla.

Esa noche le conté todo a mi mamá: la llamada, el hombre en la esquina, mi miedo constante.

—Tenemos que irnos —dijo ella con voz temblorosa— No podemos quedarnos aquí.

Empacamos lo poco que teníamos y nos fuimos a casa de una tía lejana en Bello. Dejamos atrás amigos, escuela y todo lo conocido por culpa de un error… o quizás por destino.

A veces pienso en esa noche y me pregunto: ¿y si hubiera hecho algo diferente? ¿Si hubiera denunciado? ¿Si hubiera callado para siempre?

Hoy escribo esto desde un cuarto prestado, viendo cómo Valeria duerme tranquila por primera vez en meses. Mi mamá consiguió trabajo limpiando otra casa; yo ayudo vendiendo empanadas en la calle. No tenemos mucho pero estamos juntos y vivos.

A veces me pregunto: ¿cuántos errores así cambian vidas todos los días en nuestro país? ¿Cuántos callan por miedo? ¿Y tú… qué habrías hecho si estuvieras en mi lugar?