El peso de la vergüenza: Entre el amor de madre y la pobreza

—¿Por qué no puedes ayudarme como los papás de Rodrigo? —me preguntó mi hija, con la voz temblorosa y los ojos llenos de una mezcla de rabia y vergüenza.

Sentí que el mundo se me venía encima. Estábamos en la cocina, esa cocina pequeña de azulejos viejos en nuestra casa de Iztapalapa, donde tantas veces le preparé su sopa favorita cuando era niña. Ahora, ella me miraba como si fuera una extraña, como si todo lo que había hecho por ella no valiera nada.

—Mamá, entiéndeme… No es que no te quiera, pero a veces me da pena que no puedas ayudarme como los papás de Rodrigo. Ellos siempre están ahí, pagan la renta, nos compran cosas, hasta nos invitaron a Cancún el verano pasado. Y tú… tú apenas puedes con lo tuyo.

Me quedé callada. No sabía si gritarle o abrazarla. ¿Cómo explicarle que yo también soñé con darle todo? Que trabajé limpiando casas ajenas, lavando ropa para otros, vendiendo tamales en la esquina, solo para que ella pudiera estudiar, para que no le faltara nada. Pero nunca fue suficiente.

—¿Te da vergüenza tu madre? —le pregunté al fin, con la voz quebrada.

Ella bajó la mirada. —No es eso… Es solo que a veces siento que no encajo con la familia de Rodrigo. Ellos hablan de viajes, de carros nuevos, de inversiones… Yo no sé ni qué decir. Y cuando te ven llegar en el microbús, con tu mandil y tus manos llenas de cicatrices…

Ahí estaba. La verdad desnuda. Mi hija se avergonzaba de mí. No por lo que era, sino por lo que no podía darle.

Esa noche no dormí. Me quedé sentada en la cama, mirando las fotos viejas: ella con su uniforme de primaria, sonriendo con los dientes chuecos; ella en su graduación de secundaria, abrazándome fuerte porque yo era la única que había ido a verla. Recordé todas las veces que me quedé sin comer para pagarle los libros, los zapatos, las excursiones. Recordé cómo lloraba en silencio cuando no podía comprarle el vestido bonito para la fiesta de quince años y tuvimos que pedir uno prestado a mi comadre Lupita.

Al día siguiente, fui al mercado como siempre. Las vecinas me saludaban con cariño: “¡Doña Carmen! ¿Cómo está su hija? ¿Ya se casó?” Yo sonreía y respondía con orgullo: “Sí, ya está hecha toda una señora”. Pero por dentro sentía un hueco enorme.

Una tarde, Rodrigo vino a buscarme. Me sorprendió verlo tan serio.

—Doña Carmen, ¿puedo hablar con usted?

Nos sentamos en la sala. Él miraba el suelo, incómodo.

—Sé que a veces Mariana se siente mal… Ella quiere ayudarme y ayudarla a usted también, pero… bueno, mis papás tienen otra vida. Yo sé lo mucho que usted ha hecho por Mariana. Se lo agradezco de corazón.

No supe qué decirle. Solo asentí y le ofrecí un café. Él aceptó y se fue rápido, como si le pesara estar ahí.

Esa noche Mariana volvió a casa. La vi entrar cabizbaja.

—Mamá… perdón por lo que te dije el otro día —susurró—. Es solo que me siento tan chiquita al lado de la familia de Rodrigo… Siento que nunca voy a ser suficiente para ellos.

La abracé fuerte. Sentí sus lágrimas en mi hombro.

—Hija, yo tampoco fui suficiente para mucha gente —le dije—. Pero siempre traté de ser suficiente para ti.

Pasaron los días y Mariana empezó a visitarme menos. Decía que estaba ocupada con el trabajo y la casa nueva. Yo sabía que era porque le dolía enfrentarme después de todo lo que había dicho.

Un domingo cualquiera, recibí una llamada inesperada. Era mi hermana Leticia desde Puebla.

—Carmen, ¿ya supiste? Mariana está buscando trabajo extra porque dice que no quiere depender tanto de los suegros.

Me sentí orgullosa y triste al mismo tiempo. Orgullosa porque mi hija tenía dignidad; triste porque sentía que yo le había fallado al no poder darle más.

Un día decidí ir a verla sin avisar. Caminé hasta su departamento en la colonia Del Valle —tan diferente a nuestro barrio polvoriento— y toqué la puerta con nerviosismo. Mariana abrió y se sorprendió al verme.

—Mamá… ¿qué haces aquí?

—Solo quería verte —le respondí—. Y decirte algo: No te avergüences nunca de tus raíces ni de tu madre. El dinero va y viene, pero lo que somos nadie nos lo puede quitar.

Ella lloró otra vez y me abrazó como cuando era niña.

Desde entonces nuestra relación cambió poco a poco. Mariana empezó a invitarme más seguido; ya no le importaba si llegaba en microbús o si llevaba mis manos gastadas por el trabajo duro. Un día incluso me presentó ante sus suegros con orgullo:

—Ella es mi mamá, la mujer más valiente y trabajadora que conozco.

Vi en sus ojos el respeto y el amor que tanto había anhelado.

Pero aún así, hay noches en las que me pregunto: ¿Por qué en nuestro país parece valer más el dinero que el sacrificio? ¿Cuántas madres como yo sienten este dolor silencioso? ¿Algún día aprenderemos a valorar lo verdaderamente importante?