Candado en la nevera: la historia de Mariana y el hambre invisible
—¡Mariana! ¿Otra vez arroz con huevo? —gritó Julián desde el comedor, mientras yo intentaba estirar el poco pollo que quedaba para que alcanzara para todos. El eco de su voz rebotó en las paredes de nuestra casa en San Miguel de Tucumán, y sentí cómo me ardían las mejillas. No era la primera vez que discutíamos por la comida, pero sí la primera vez que pensé en ponerle un candado a la nevera.
No sé en qué momento mi vida se redujo a contar papas y esconder galletitas. Cuando me casé con Julián, soñaba con una familia unida, con domingos de asado y risas. Pero los años y la inflación nos fueron robando las certezas. Julián perdió su trabajo en la fábrica hace dos años, y desde entonces, todo cambió. Él se quedó en casa, y yo empecé a limpiar casas ajenas para poder pagar las cuentas. Pero Julián… él solo comía. Comía como si quisiera llenar un vacío más grande que el estómago.
—¿No podés traer algo mejor? —me reprochó una noche, mientras revolvía el guiso con fastidio.
—Julián, hago lo que puedo. Si no te gusta, podés cocinar vos —le respondí, cansada.
Él me miró con esos ojos oscuros llenos de orgullo herido. No dijo nada más, pero esa noche se levantó a las tres de la mañana y devoró lo que había quedado del guiso. A la mañana siguiente, mis hijos, Sofía y Mateo, me preguntaron por qué no había nada para desayunar.
Ahí fue cuando lo vi: una cerradura para la heladera en el supermercado del barrio. Me quedé parada frente al estante, con el corazón latiendo fuerte. ¿De verdad había llegado a esto? ¿Candado en la nevera? Sentí vergüenza. Sentí rabia. Sentí miedo.
En mi barrio nadie habla de estas cosas. Las mujeres nos reímos entre nosotras cuando decimos que nuestros maridos son como niños grandes, pero nadie cuenta lo que duele ver a tus hijos con hambre porque su papá se comió todo durante la noche. Nadie habla del cansancio de ser madre, esposa y guardiana de la comida.
Esa noche, después de acostar a los chicos, enfrenté a Julián.
—Tenemos que hablar —le dije, sentándome frente a él en la mesa.
—¿Otra vez? ¿Ahora qué hice? —bufó.
—No alcanza la comida, Julián. No alcanza porque vos te comés todo. Los chicos se quedan sin nada para el desayuno. Yo también tengo hambre.
Él me miró como si le estuviera hablando en otro idioma.
—¿Me vas a controlar ahora? ¿Vas a ponerme reglas como si fuera un nene?
Sentí cómo se me quebraba algo adentro.
—No es eso… Es que no puedo más. No puedo seguir así. Si esto sigue, voy a tener que ponerle candado a la heladera.
Julián se levantó furioso y salió dando un portazo. Esa noche no volvió a dormir a casa.
Los días siguientes fueron un infierno silencioso. Los chicos preguntaban por su papá y yo no sabía qué decirles. La comida seguía desapareciendo misteriosamente; Julián venía cuando no estábamos y se llevaba lo poco que encontraba. Empecé a esconder los alimentos en cajas bajo mi cama, como si fueran tesoros prohibidos.
Una tarde, mi vecina Rosa me encontró llorando en el patio.
—¿Qué te pasa, Marianita?
No pude más y le conté todo. Rosa me abrazó fuerte y me dijo:
—No sos la única. Mi hermana le puso candado a la heladera por lo mismo. No es tu culpa, es el machismo… Ellos creen que tienen derecho a todo.
Sus palabras me hicieron sentir menos sola, pero también más triste. ¿Era esto lo que nos tocaba vivir? ¿Convertirnos en carceleras de nuestra propia casa?
Esa noche tomé una decisión. Fui al supermercado y compré el candado. Lo instalé mientras los chicos dormían. Cuando Julián volvió al día siguiente y vio la heladera cerrada, explotó:
—¡¿Qué es esto?! ¡¿Ahora ni comer puedo?!
Me temblaban las manos pero le sostuve la mirada.
—Hasta que no hablemos en serio y busquemos una solución juntos, así va a ser.
Julián se fue otra vez. Esta vez estuvo dos días sin aparecer. Yo lloré mucho, pero también sentí un alivio extraño. Por primera vez en años, mis hijos desayunaron tranquilos.
El barrio empezó a murmurar. «Mariana le puso candado a la heladera al marido», decían las vecinas entre risas nerviosas. Algunas me miraban con lástima; otras con admiración secreta.
Una tarde, Julián volvió distinto. Más flaco, más cansado.
—Mariana… —me dijo con voz baja— No sé qué me pasa. Como sin parar porque siento un vacío… Me siento inútil desde que perdí el trabajo. Me da vergüenza pedir ayuda…
Me senté junto a él y lloramos juntos por primera vez en mucho tiempo.
—No quiero ser tu carcelera —le dije— pero tampoco puedo dejar que esto siga así.
Decidimos buscar ayuda en el centro comunitario del barrio. Empezamos terapia familiar y Julián consiguió trabajo como ayudante en una panadería. No fue fácil; hubo recaídas y peleas, pero poco a poco aprendimos a hablar sin gritar y a compartir sin miedo.
Hoy ya no hay candado en la heladera, pero sí reglas claras y mucho diálogo. Mis hijos volvieron a reírse en las mañanas y yo aprendí que poner límites también es una forma de amar.
A veces me pregunto: ¿Cuántas mujeres más viven esta realidad en silencio? ¿Cuántas veces callamos por vergüenza lo que debería ser motivo de conversación? ¿Y vos… te animarías a ponerle candado a tu heladera si fuera necesario?