El regalo que nos salvó: Una historia de coraje y humanidad en el hospital San Martín

—¿Por qué yo? —me pregunté, mientras el eco de los monitores llenaba la sala de trasplantes del hospital San Martín. El sudor frío me recorría la espalda, y aunque afuera el sol de enero caía a plomo sobre Buenos Aires, adentro sentía un frío que me calaba los huesos.

—Mariana, ¿estás segura? —me preguntó la doctora Salazar, mirándome con esa mezcla de admiración y preocupación que sólo los médicos viejos saben mostrar.

No respondí enseguida. Miré a Emiliano, ese niño de diez años con los ojos grandes y tristes, postrado en una camilla desde hacía meses. Su mamá, Lucía, se aferraba a su mano como si pudiera evitar que se le escapara entre los dedos. Su papá, Javier, había dejado de hablar hacía semanas, consumido por la culpa de no ser compatible para salvar a su hijo.

Yo era enfermera en ese hospital desde hacía seis años. Había visto morir a demasiados niños por falta de recursos, por burocracia, por abandono. Pero Emiliano era distinto. Quizás porque me recordaba a mi hermano menor, que también se fue demasiado pronto. O quizás porque sentía que si no hacía algo, no podría mirarme nunca más al espejo.

La decisión no fue fácil. Mi mamá lloró cuando se lo conté. —¿Y si te pasa algo? ¿Y si después lo necesitás vos? —me decía entre sollozos, mientras mi papá miraba el piso en silencio, como si las baldosas pudieran darle una respuesta.

En el hospital, algunos colegas me apoyaron. Otros cuchicheaban a mis espaldas. —Está loca —decía la jefa de enfermería—. ¿Quién dona un órgano a un desconocido? ¿Y si después se arrepiente?

Pero yo no podía dejar de pensar en Emiliano. En cómo su mamá dormía sentada junto a su cama, en cómo él dibujaba soles y árboles en las hojas que le traía el voluntariado. En cómo la vida puede ser tan injusta con los que menos tienen.

La noche antes de la operación no dormí. Caminé por el barrio de Flores hasta que las piernas me dolieron. Pensé en todo lo que podía salir mal: rechazo, infecciones, complicaciones. Pensé en mi futuro, en si algún día podría tener hijos propios, en si me quedaría sola. Pero también pensé en Emiliano corriendo por el patio del hospital, riendo otra vez.

El día del trasplante llegó con una mezcla de miedo y esperanza. Me despedí de mis padres con un abrazo largo y silencioso. En el quirófano, la doctora Salazar me apretó la mano antes de dormirme.

Desperté con dolor y una sensación extraña de vacío. Pero lo primero que pregunté fue por Emiliano.

—Está bien —me dijo Lucía entre lágrimas—. Está bien gracias a vos.

Los días siguientes fueron duros. El dolor físico era soportable; lo difícil era enfrentar las miradas de todos: algunos agradecidos, otros incrédulos, otros juzgándome como si hubiera cometido una locura.

Emiliano se recuperó rápido. A los pocos días ya quería levantarse de la cama y jugar con los otros chicos del pabellón. Su mamá me abrazaba cada vez que me veía y me llamaba “ángel”, aunque yo sentía que estaba lejos de serlo.

Pero no todo fue fácil después del trasplante. Mi familia se distanció por un tiempo; mi mamá no podía entender mi decisión y mi papá apenas me hablaba. En el hospital, algunos colegas dejaron de confiar en mí para ciertos turnos nocturnos; decían que ahora era “vulnerable”.

Una tarde, mientras tomaba mate en la terraza del hospital con mi amiga Laura, le confesé mis dudas:

—¿Y si me equivoqué? ¿Y si hice esto sólo para sentirme menos culpable por lo de mi hermano?

Laura me miró con ternura y me dijo:

—No importa por qué lo hiciste. Lo importante es que Emiliano está vivo. Y vos también.

Con el tiempo, mi familia empezó a entenderme. Mi mamá vino a verme un domingo con una torta de ricota y lloramos juntas en la cocina. Mi papá me abrazó por primera vez en años y me dijo: —Estoy orgulloso de vos.

Emiliano volvió a la escuela y cada tanto me manda dibujos: uno de nosotros dos jugando fútbol, otro del hospital convertido en castillo. Su mamá me llama para contarme sus avances y me invita a los cumpleaños.

A veces me despierto sobresaltada pensando en todo lo que podría haber salido mal. Pero luego recuerdo la sonrisa de Emiliano y siento que valió la pena.

En este país donde tantas veces nos sentimos solos frente al dolor y la injusticia, donde la salud pública es una batalla diaria y los recursos nunca alcanzan, creo que necesitamos más gestos así: pequeños actos de coraje y humanidad que nos recuerden que todavía podemos salvarnos los unos a los otros.

¿Ustedes qué harían en mi lugar? ¿Hasta dónde llegarían por salvar una vida ajena? A veces pienso que el verdadero milagro no fue el trasplante, sino haber encontrado el valor para intentarlo.