Herencia bajo la brisa del Pacífico: Cuando la familia se rompe por dentro

—¿Así que ahora sí te importa la casa, Camila? —La voz de mi hermano Tomás retumbó en el comedor, rebotando contra las paredes de madera de la vieja casa de la abuela en Cobquecura. Afuera, el viento del Pacífico azotaba las ventanas, como si quisiera entrar y ser testigo de nuestra desgracia.

Yo apretaba el sobre con el testamento entre los dedos. Sentía el sudor frío en la espalda, el corazón golpeando fuerte. Miré a mi hermana menor, Fernanda, que no levantaba la vista del mantel floreado. El aroma a café recién hecho no lograba tapar el olor a sal y a resentimiento.

—No es solo la casa, Tomás. Es todo lo que significa —respondí, tratando de mantener la voz firme. Pero mi garganta ardía con cada palabra.

Mi madre, sentada al fondo, se secaba los ojos con un pañuelo. Desde que la abuela murió hace dos meses, todo se había vuelto un campo minado. Nadie quería hablar de lo que realmente nos dolía: que ya no éramos una familia unida, sino tres extraños luchando por los restos de un pasado que se desmoronaba.

—¿Y qué significa para ti? —insistió Tomás, cruzando los brazos. Su mirada era dura, casi desconocida. —¿La casa donde nunca venías? ¿O el terreno que ahora vale millones porque quieren construir un resort?

Sentí la punzada de culpa. Es cierto, me fui a Santiago hace años y apenas venía en verano. Pero esa casa era mi refugio de niña, el lugar donde la abuela me enseñó a leer y a hacer pan amasado. Donde creíamos que nada malo podía pasarnos.

Fernanda finalmente habló, su voz temblorosa:

—No es justo pelear por esto. La abuela quería que siguiéramos juntos…

Tomás soltó una risa amarga.

—¿Juntos? ¿Después de todo lo que pasó? ¿Después de que papá se fue y mamá casi pierde todo por las deudas?

El silencio cayó como una losa. Nadie hablaba de papá desde hacía años. Yo recordé las noches en que escuchaba a mi madre llorar en la cocina, creyendo que dormíamos.

Me levanté y caminé hacia la ventana. El mar estaba embravecido, igual que nosotros. Pensé en los veranos jugando con mis hermanos en la arena, en las historias de miedo que contaba la abuela bajo las estrellas.

—¿Por qué tenemos que destruirnos por esto? —pregunté al aire, sin esperar respuesta.

Tomás se acercó y me arrebató el sobre.

—Porque tú siempre fuiste la favorita. La abuela te dejó más porque eras su preferida. Siempre te saliste con la tuya.

Sentí las lágrimas arderme los ojos. No era cierto. O tal vez sí, pero nunca lo pedí. Fernanda sollozó bajito y mi madre murmuró:

—Por favor, no más peleas…

Pero ya era tarde. El testamento estaba abierto sobre la mesa y las palabras de la abuela nos separaban más que nunca:

«A Camila le dejo la casa y el terreno del norte; a Tomás, el local del centro; a Fernanda, las joyas y los ahorros del banco. Pero lo más importante es que no olviden lo que significa ser familia».

Tomás apretó los dientes.

—¿Y qué significa eso ahora? ¿Que tú te quedas con todo lo valioso y nosotros con las sobras?

Fernanda lloraba sin consuelo. Yo solo podía pensar en cómo habíamos llegado hasta aquí. Recordé cuando Tomás me defendía en el colegio, cuando Fernanda me pedía ayuda con sus tareas. ¿Dónde quedaron esos hermanos?

La discusión siguió hasta entrada la noche. Gritos, reproches, viejos secretos salieron a flote: que Tomás había pedido dinero a escondidas a la abuela para pagar sus apuestas; que Fernanda había vendido una joya familiar sin decir nada; que yo me fui para no cargar con los problemas de todos.

Al final, exhaustos, nos quedamos en silencio mirando el mar oscuro desde el porche. Mi madre se acercó y nos abrazó a los tres como cuando éramos niños asustados por una tormenta.

—La abuela siempre decía que el mar se lleva lo malo si uno sabe soltarlo —susurró.

No dormí esa noche. Escuché a Tomás llorar en su cuarto y a Fernanda rezar bajito. Al amanecer, salí sola a la playa. El viento me despeinó y sentí el frío hasta los huesos.

Pensé en venderlo todo y repartirlo entre los tres. Pensé en quedarme y reconstruir algo con mis hermanos. Pensé en huir otra vez.

Cuando regresé a la casa, encontré a Tomás preparando desayuno y a Fernanda barriendo el patio. Nos miramos sin palabras, pero algo había cambiado: tal vez el dolor compartido era un puente para volvernos a encontrar.

Ahora escribo esto sentada frente al mar, preguntándome: ¿vale más una casa o una familia? ¿Puede una herencia romper lo poco bueno que queda entre nosotros? ¿O será posible sanar las heridas si tenemos el valor de hablar y perdonar?

¿Ustedes qué harían si estuvieran en mi lugar? ¿El dinero puede más que los recuerdos?