Cuando Ernesto se fue y yo solo sonreí
—¿Otra vez llegas tarde, Ernesto? —pregunté, tratando de que mi voz no temblara mientras removía los frijoles en la olla.
Él ni siquiera me miró. Tiró las llaves sobre la mesa y soltó un suspiro largo, cansado, como si el peso del mundo lo aplastara solo a él. —No empieces, Lucía. Hoy no.
Me quedé callada. ¿Para qué discutir? Ya sabía cómo terminaría: él gritando, yo llorando en silencio en el baño, los niños escuchando desde su cuarto con los audífonos puestos para fingir que no pasaba nada. Pero esa noche fue diferente. Cuando Ernesto se sentó a cenar y apenas probó la comida, supe que algo estaba a punto de romperse.
—¿Sabes qué? Ya no puedo más —dijo de pronto, empujando el plato hacia adelante—. Me voy.
Sentí que el aire se me iba de los pulmones. No lloré. No grité. Solo lo miré y, sin saber por qué, sonreí. Una sonrisa pequeña, casi invisible, pero suficiente para que él frunciera el ceño.
—¿No vas a decir nada? —insistió.
—¿Qué quieres que diga? —respondí, con la voz más tranquila que pude reunir—. Si ya lo decidiste, ¿para qué pelear?
Ernesto recogió una maleta que ya tenía lista desde quién sabe cuándo. Ni siquiera miró a los niños. Cerró la puerta y el eco de ese portazo retumbó en mi pecho como un disparo.
Me quedé parada en medio de la cocina, con las manos temblando sobre la mesa. Afuera, los cláxones y las sirenas de la ciudad seguían como si nada hubiera pasado. Pero para mí, el mundo se había detenido.
Esa noche no dormí. Escuché a mis hijos, Valeria y Emiliano, susurrar en su cuarto.
—¿Mamá está bien? —preguntó Emiliano.
—No sé… pero siempre dice que todo va a estar bien —respondió Valeria.
Me tapé la boca para no sollozar. ¿Cómo explicarles que no tenía respuestas? Que ni yo sabía si todo estaría bien.
Al día siguiente, mi madre llegó temprano. No preguntó nada. Solo me abrazó fuerte y me susurró al oído:
—Mija, los hombres van y vienen. Pero tú eres fuerte. Siempre lo has sido.
Pero yo no me sentía fuerte. Me sentía vacía, como si me hubieran arrancado algo de adentro. Sin embargo, tenía que levantarme. Tenía que preparar el desayuno, llevar a los niños a la escuela y salir a trabajar al mercado donde vendía tamales con mi comadre Rosa.
En el mercado, las miradas curiosas me seguían como sombras.
—¿Y tu marido? —preguntó Doña Carmen, la vecina del puesto de flores.
—Se fue —respondí sin más.
Algunas mujeres bajaron la mirada; otras me miraron con lástima o con ese brillo en los ojos que solo entienden las que han pasado por lo mismo.
Rosa me apretó la mano bajo la mesa.
—No estás sola, Lucía. Aquí estamos todas —me dijo.
Pero por las noches, cuando el silencio llenaba el departamento y los niños dormían, sentía el peso del abandono como una piedra en el pecho. Recordaba los años junto a Ernesto: los sueños rotos, las promesas incumplidas, las veces que aguanté insultos porque «así son los hombres» o porque «por los hijos hay que aguantar».
Un domingo cualquiera, mientras lavaba ropa en el patio, escuché a Valeria llorar en su cuarto. Entré sin tocar y la encontré abrazando una foto de su papá.
—¿Por qué se fue? ¿Fue mi culpa? —me preguntó entre sollozos.
Me arrodillé junto a ella y la abracé fuerte.
—No fue tu culpa, mi amor. A veces los adultos tomamos decisiones equivocadas… pero eso no tiene nada que ver contigo ni con tu hermano.
Valeria me miró con esos ojos grandes y tristes que había heredado de Ernesto.
—¿Y si nunca regresa?
No supe qué decirle. Solo le acaricié el cabello y le prometí que siempre estaríamos juntas pase lo que pase.
Los días pasaron lentos y pesados. Aprendí a hacer cuentas para estirar el dinero hasta fin de mes; aprendí a reparar fugas de agua y a cambiar focos; aprendí a defenderme de los comentarios malintencionados de algunos hombres en el mercado y de las miradas de lástima de algunas mujeres.
Una tarde lluviosa, Ernesto apareció en la puerta. No traía flores ni regalos; solo una cara cansada y un arrepentimiento mal disimulado.
—¿Podemos hablar? —preguntó.
Lo dejé pasar. Nos sentamos en la mesa donde tantas veces habíamos discutido por tonterías.
—Me equivoqué —dijo él—. Pensé que afuera encontraría algo mejor… pero solo encontré soledad.
Lo miré largo rato antes de responder:
—Aquí también encontraste soledad… pero era mía.
Ernesto bajó la cabeza. Los niños lo miraban desde el pasillo, sin atreverse a acercarse.
—Quiero volver —dijo al fin—. Quiero arreglar las cosas.
Sentí una mezcla de rabia y tristeza. ¿Por qué siempre nos toca a nosotras perdonar? ¿Por qué siempre tenemos que ser fuertes?
—No sé si puedo —le respondí con voz firme—. No sé si quiero volver a ser esa mujer que aguanta todo por miedo a estar sola.
Ernesto se fue esa noche sin una respuesta clara. Los niños lloraron; yo también lloré, pero esta vez no fue por él sino por mí misma: por todo lo que había perdido y por todo lo que estaba aprendiendo a ganar.
Con el tiempo, aprendimos a vivir sin él. Valeria empezó a sacar mejores notas; Emiliano se animó a jugar futbol en la escuela; yo abrí un pequeño local con Rosa y juntas vendimos más tamales de los que jamás imaginamos.
A veces pienso en Ernesto y en todo lo que pasó. No sé si algún día podré perdonarlo del todo; tampoco sé si quiero hacerlo. Pero sí sé algo: esa sonrisa que tuve cuando se fue no era de felicidad ni de resignación… era una sonrisa de libertad, aunque entonces no lo supiera.
Ahora me miro al espejo cada mañana y me pregunto: ¿cuántas mujeres más tendrán que sonreír mientras se les rompe el alma por dentro? ¿Cuándo aprenderemos a dejar de aguantar lo inaguantable?