El precio de un amor prohibido
—¿De verdad vas a dejarla por mí, Julián? —le pregunté con la voz temblorosa, mientras la lluvia golpeaba los vidrios de mi pequeño departamento en Nueva Córdoba.
Él me miró con esos ojos oscuros que desde la universidad me hacían perder el aliento. Había soñado con este momento desde que tenía 20 años y lo veía pasar por los pasillos de la Facultad de Derecho, siempre rodeado de amigos, siempre tan seguro de sí mismo. Yo era la chica callada del grupo, la que tomaba mate en silencio y lo miraba de reojo, imaginando cómo sería que alguna vez me eligiera a mí.
Pero Julián estaba casado. Se casó joven con Lucía, su novia del colegio, y juntos construyeron una vida en el barrio Alberdi. Yo me mudé a Córdoba capital para trabajar como abogada junior y, aunque intenté olvidarlo, cada vez que lo veía en reuniones de exalumnos o en las redes sociales, mi corazón latía más fuerte. Hasta que un día, después de una charla casual en un café, todo cambió.
—No puedo seguir mintiéndome —me dijo esa noche—. Lo nuestro es real, Sofía. No quiero perderte otra vez.
Y así, sin más, Julián dejó a Lucía. Dejó su casa, a sus dos hijos pequeños, y se mudó conmigo. Al principio todo era pasión y promesas. Nos reíamos como adolescentes, cocinábamos juntos, hacíamos planes para viajar a Mendoza o al sur. Pero la realidad no tardó en golpear la puerta.
La familia de Julián me odiaba. Su madre me llamó una tarde para decirme que yo era una «rompehogares» y que nunca me perdonaría por destruir a su familia. Mis propios padres dejaron de hablarme por semanas; mi mamá lloraba cada vez que la llamaba. «¿Cómo pudiste meterte con un hombre casado?», me gritó mi hermana menor por teléfono. En el trabajo, las miradas se volvieron cuchillos: todos sabían lo que había pasado y nadie se atrevía a preguntarme nada, pero el silencio era ensordecedor.
Julián intentaba tranquilizarme. «Ya va a pasar, Sofi. La gente se acostumbra», decía mientras me abrazaba por las noches. Pero yo no podía dormir. Soñaba con Lucía llorando en su cocina vacía, con los hijos de Julián preguntando por qué papá ya no vivía con ellos. Empecé a sentirme culpable cada vez que veía una familia feliz en la calle o cuando escuchaba a mis amigas hablar de sus parejas.
Una tarde de domingo, mientras preparábamos empanadas para cenar, Julián recibió un mensaje de voz de su hijo mayor: «Papá, ¿vas a venir al partido? Mamá dice que no podés porque estás ocupado con tu nueva novia». Vi cómo se le quebraba la voz al responderle: «Claro que voy a ir, hijo». Pero cuando colgó, se quedó mirando la mesa en silencio.
—¿Hice mal? —me preguntó de repente—. ¿De verdad valía la pena todo esto?
No supe qué responderle. Yo también empezaba a dudarlo. El amor que sentía por Julián era real, pero el precio era demasiado alto. Las peleas empezaron a ser más frecuentes: él se sentía culpable por no ver a sus hijos todos los días; yo me sentía invisible ante su dolor. Una noche discutimos tan fuerte que los vecinos golpearon la pared para que bajáramos la voz.
—¡No puedo seguir así! —grité entre lágrimas—. ¡No soy feliz si vos tampoco lo sos!
Julián salió dando un portazo y no volvió hasta la madrugada. Cuando regresó, tenía los ojos rojos y olía a vino barato. Se sentó en el borde de la cama y me tomó la mano.
—Perdón, Sofi. No sé cómo arreglar esto —susurró—. Te amo, pero extraño a mis hijos… extraño mi vida de antes.
Sentí un nudo en el estómago. ¿Y si todo esto había sido un error? ¿Y si el amor no era suficiente para sostener tanto dolor?
Los meses pasaron y la situación empeoró. Julián empezó a pasar más tiempo con sus hijos y menos conmigo. Yo me quedaba sola en el departamento, mirando fotos viejas y preguntándome en qué momento mi sueño se había convertido en pesadilla. Mis amigas dejaron de invitarme a reuniones porque «no querían incomodarme»; mi familia seguía distante; en el trabajo me dieron menos responsabilidades porque «notaban que estaba distraída».
Un día recibí un mensaje inesperado: era Lucía.
—Necesito hablar con vos —decía—. Por favor.
Nos encontramos en una cafetería del centro. Lucía llegó con ojeras profundas y una mirada dura.
—No vengo a pelear —me dijo—. Solo quiero entender por qué lo hiciste.
Me quedé muda. ¿Cómo explicarle que amaba a Julián desde siempre? ¿Que nunca planeé destruir su familia? Lucía suspiró y bajó la mirada.
—Mis hijos lloran todas las noches —dijo—. Julián está perdido… y vos también lo estás. ¿Valió la pena?
No pude responderle. Salí corriendo del café y caminé sin rumbo bajo el sol abrasador de Córdoba hasta que las piernas me temblaron.
Esa noche, cuando Julián volvió del trabajo, le dije que necesitábamos hablar.
—No puedo más —le confesé—. Esto nos está matando a los dos.
Él asintió en silencio. Nos abrazamos fuerte, como si quisiéramos retener lo poco que quedaba de ese amor imposible.
A la semana siguiente Julián volvió a su casa con Lucía y sus hijos. Yo me quedé sola en el departamento vacío, rodeada de recuerdos y preguntas sin respuesta.
Hoy escribo esto desde ese mismo lugar, tratando de entender qué fue lo que pasó realmente. ¿Fue amor verdadero o solo una obsesión? ¿Vale la pena perseguir un sueño si para alcanzarlo hay que destruir tantas vidas?
A veces cierro los ojos y escucho todavía la voz de Julián diciéndome «te amo» entre lágrimas… pero ya no sé si eso basta para ser feliz.
¿Ustedes qué piensan? ¿El amor justifica todo? ¿O hay límites que nunca deberíamos cruzar?